Susurrar a la madera se trata de una acomodación del título de un film norteamericano dirigido por Robert Redford cuyo título original –The Horse Whisperer– hace referencia a los caballos. Una película de 1998; una novela de Nicholas Evans llevada al cine y en la que el argumento se refiere a una muchacha, Grace (Scarlett Johansson), y su amiga Judith que salen a dar un paseo a caballo y son atropelladas por un tráiler. Judith y su caballo mueren, mientras que Grace y el suyo (Pilgrim) resultan gravemente heridos. En un intento desesperado por recuperar a Pilgrim, que, desde el accidente, se ha convertido en un caballo salvaje, Anie (Scott Thomas), la madre de Grace, decide ir a Montana a ver a Tom Booker (Robert Redford), un vaquero que posee un don especial para hablar y curar a los caballos.

Usando ese título adaptado, a un amigo carpintero le suelo decir que él es “el hombre que susurra a la madera”. Porque se toma tan en serio su trabajo y trata a la madera de tal manera, que la broma responde a su cuidado y dedicación, a veces extremadamente meticuloso. Estos días me he acordado de él al contemplar despacito el Belén que han hecho en la Parroquia y fijarme en la imagen de San José, a quien el evangelio llama “el carpintero”. Seguramente sería un artesano capaz de realizar cualquier tipo de trabajo y que la tradición vinculó a la profesión de carpintero.

El bueno de san José también sería capaz de susurrarle a la madera. Este año el Papa nos ha convocado a recordar de manera especial a José, el carpintero de Nazaret ofreciéndonos la posibilidad de celebrar un año jubilar. Y no está mal rescatar de la memoria la importancia de la misión de san José, y en él, la importancia de los trabajos manuales que ennoblecen la realidad y embellecen el mundo. Los albañiles, fontaneros, cerrajeros, electricistas, peones de mantenimiento, que solo se les echa en falta y valora cuando no están o no se les puede contratar ante una necesidad concreta que destartala nuestra vida ordinaria.

Y así fue san José. Un desapercibido personaje que apenas tiene una presencia más allá de los evangelios de la infancia y desaparece de escena sin llamar la atención. Y sin embargo es el patrón de la Iglesia universal y de ese momento tan dramático como la propia muerte. Recordar a la gente sencilla y valorar su quehacer y su importancia no nos estaría mal. No solemos escuchar al preguntarle a un niño o a una niña qué quieren ser de mayores responder que les gustaría ser carpinteros. Parece que son profesiones de descarte, de aquellos que no pudieron con otras cosas.

Pasa como con la infravaloración de los módulos profesionales en el itinerario de las enseñanzas medias. Todos queremos ser doctores, meteorólogos o astronautas, artistas, cantantes o famosillos. Y la dignidad de lo sencillo, de lo que humaniza y facilita la vida de los demás, de los que construyen el bien común sin eco mediáticos, pasa a segundo lugar, o a la opción b de cualquier deseo biográfico.

¿Qué sería del pianista sin la sencilla labor de afinador? ¿Y qué instrumento tocaría para que la ovación atronadora de la sala se realice sin la sencilla labor del artesano que fabricó el instrumento con la madera, el cuero o el metal? La sociedad aplaude solo al organista y olvida al organero. Y sin este, aquel no existiría.

Nos va a venir bien celebrar este año el Jubileo de San José. Creo que sí…