Acabo de recibir una carta de papel, envuelto en un cordel el sobre cerrado, con la letra de mi dirección escrita a mano por el destinatario, con su remite en la parte de atrás. Una carta como las de antes. Y aunque dentro no hubiera una carta propiamente dicha, es decir, un texto en el que se ofrezcan noticias de la vida, como solía ocurrir antiguamente, el contenido era aún más expresivo que una de las clásicas misivas, pues dentro había un libro que significa algo muy importante para mí. De modo que el mensaje que este amigo incluía dentro del sobre que él mismo construyó con papel que parece de estraza era una carta y mucho más que una carta.

El amigo es el poeta asturiano Miguel Munárriz, asimismo activista cultural al que le deben mucho la historia de la poesía de los cincuenta y de ahora mismo, y que desde Oviedo, donde nació, y desde Madrid, donde vive desde hace años, hace muchísimo por la comunicación cordial de la cultura, ahora a través de la muy activa agencia literaria y cultural Dos Passos (con su compañera Palmira Márquez) y desde la web Zenda que puso en marcha con tino y enorme fuerza el infatigable Arturo Pérez-Reverte.

Las cartas son parte importantísima de la vida de antaño; antes de que todo se dijera por las vergas (como llamaba mi madre a los hilos del teléfono), las cartas eran el síntoma y la declaración de la alegría o la enfermedad, la lenta comunicación de las urgencias, que teníamos los humanos para el confort o la tristeza. Esa época duró muchas existencias, y aún hoy quedan rescoldos; por eso siguen existiendo los carteros y las oficinas de correos, que un día serán reliquias a punto de una jubilación masiva que será celebraba por las insaciables fauces de google y otros mayúsculos medios de deglución de los residuos de la letra romántica que espera contestación.

En mi caso particular, que no es tan particular, naturalmente, viví pendiente de las cartas desde adolescente. La revista La Actualidad Española puso en marcha la posibilidad de que muchachos y muchachas de las distintas localidades de la geografía española se comunicaran a través de sus servicios, y así tuve la primera correspondencia con una desconocida. Ésta era una chica de Granada, a la que escribí tanto que terminé sabiéndome de memoria (¡hasta hoy mismo!) su dirección postal en la casa donde felizmente vive. Ella se llama Gloria, y es una mujer siempre inolvidable.

La otra razón por la que el cartero fue imprescindible en mi vida fue porque, desde muy temprano en mi insaciable apetito periodístico, me hice suscriptor del diario Pueblo, que me venía envuelto en una faja de papel. El cartero Manolo venía a diario con ese cargamento de noticias en la que aprendí, en los años en que todo llegaba tarde, a conocer lo que pasaba en el mundo como si estuviera ocurriendo en mi barrio de la calle Nueva. Manolo aprovechaba la entrega para sentarse en la acera de casa, al final de una jornada en la que entregó buenas y malas noticias. Por estas fechas invernales le traía a mi madre, además, un sobre grande, escrito con letra magnífica, por una artista sueca que había vivido al lado de casa. A lo largo del año le escribía a mi madre noticias de su vida de regreso a Estocolmo, novedades sobre sus hijos Tamara y Gofio. A Gofio lo tuvo ella en la isla, y lo quisieron llamar como ese tesoro molido de Canarias. Las autoridades de entonces no le permitieron el nombre, así que también lo llamaron Sebastian, pero nosotros y todo el mundo lo siguió llamando Gofio hasta hoy. Aparte de esas cartas de naturaleza ordinaria, a las que mi madre respondía con cartas largas que metía en sobres de aquellos pespunteados de azul que decían en una esquina Via Air Mail, la madre de Tamara y de Gofio, Ana, nos enviaba el almanaque de Santa Lucía. Ese almanaque tradicional sueco era una gloria bendita, que abríamos con unción hasta que llegaba el día de la luz, Santa Lucía, el 13 de diciembre.

Por aquel entonces yo ya sabía leer de corrido, y también escribía cartas, no solo aquellas que le enviaba a Gloria o a los parientes adolescentes que habían crecido en Venezuela, sino a las mujeres cuyos maridos habían seguido el largo viaje de la emigración. Como muchas de aquellas mujeres eran analfabetas, venían a casa a que yo les redactara esas noticias que también mandaban por vía aérea. Lo he contado algunas veces: todas empezaban de la misma manera, “Querido Marido, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien, por aquí todos bien gracias a Dios…” Luego venía el hilo interminable de desgracias acaecidas en la familia que habían dejado atrás, que yo recogía con la precisión de un notario, desconociendo todavía el enorme estremecimiento que tenían aquellas declaraciones de incertidumbre, soledad o tristeza.

Tantas cosas iban y venían por correo. Muchos años después, cuando ya iban decayendo las cartas, leí en La amigdalitis de Tarzán, una novela de Bryce Echenique, esta frase que tengo subrayada en mi memoria, “éramos mejores por carta…” Lo éramos, me parece. De hecho, esta carta que me acaba de mandar Miguel Munárriz me hizo mejor esta semana, porque recordé cuando, de muchacho, escribí en la pared de casa, ante el estupor de mi madre, el primer poema que aprendí de memoria. Era If (Si) de Rudyard Kilpling, traducido entonces por Miquelarena. Me lo aprendí con tanta precisión que, en mis recitados, añadía Traducción: Miquelarena como si fuera el último verso. Mi madre me obligó a borrarlo, y lo hice con la uña. Cuando me hija tenía la edad en la que yo mismo cometí aquella fechoría descubrí que en la pared de la puerta de la casa de su abuela seguía la huella que quedó de aquel recitado en la cal.

Miguel, que sabe de aquel ascendiente, tuvo la gentileza de hacer un sobre, meter en él ese poema (publicado primorosamente, en edición bilingüe, con dibujos de Scott Pennor´s, por errata naturae) que durante años y hasta ahora mismo ha marcado algo que no ceso de pensar: “Si puedes soñar –y no hacer de los sueños tu maestro–,/ si puedes pensar –y no hacer de las ideas tu objetivo–, si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre/ y tratar de la misma manera a esos dos farsantes/ (…)/ Si puedes llenar el minuto implacable/ con los sesenta segundos que lo recorren,/ tuya es la Tierra y todo lo que en ella habita,/ y –lo que es más– serás Hombre, hijo mío”.

Me pasaron tantas cosas con ese poema… Esta traducción es de Luis Cremades, moderniza y seguramente mejora aquella de Miquelarena, aquel que le escuchó decir a Ortega y Gasset, en la estación de Atocha, viendo la miseria de la época, “¡qué país, Miquelarena…!” Aun me sé la vieja traducción, como un niño que, ya hombre, guarda el tacto de sus primeros juguetes. Y aun toco, cuando vuelvo a mi casa, aquellas huellas que ahora ha revivido con tanta generosidad mi querido Miguel Munárriz.