La lista que más temía cuando era chica era la que se pasaba, cada día, invariablemente, en la escuela.

Antes de subir a clase hacíamos fila en el patio o, si levantaba algo de viento, en alguno de los dos porches. Luego, como hormigas somnolientas y resignadas, subíamos las escaleras en perfecto orden, nos sentábamos y empezaba el recuento.

Yo odiaba mi nombre completo. Y me aterraba el momento en el que la maestra lo pronunciara, reverberando en el eco de aquel edificio desangelado y retumbando, al tiempo, en mi corazón, que se me iba a salir brincando entre los pupitres.

En el colegio —en el mío, al menos— no se hacía una sola concesión al respecto.

Te requerían por el nombre íntegro, con todas sus letras, en cada ocasión, en público y en privado, para reprenderte o alabarte, por más que pidieras, suplicaras o rezaras.

Recuerdo a la niña que me seguía en el fatídico listado. Tenía dos nombres, como yo. El suyo —el de verdad— y un primer nombre que detestaba. Y por ese nombre retorcido, de señora de campo entrada en años, en el que ella jamás se reconoció, se empeñaban en llamarla con una crueldad que no pude entender nunca.

Pero había que disimular. Si el resto de las niñas detectaba cuánto te incomodaba tu nombre compuesto, no te ibas a librar de que te llamaran por él, completito y redondo, chillando de acera a acera, en la placita o en el pabellón.

Pasar lista era, además, una manera de borrarme. Porque en el momento en que se pronunciaban esas dos palabras juntas, se ponía en el mundo a alguien que no era yo, que nunca sería yo.

Lo supe desde siempre. Y, desde siempre, hice mis intentos por cambiarlo.

Cuando nos mudamos de una ciudad a otra, no había cumplido los cuatro años. Mis padres me dejaban pasear por la urbanización nueva, vigilándome de cerca, imagino que con la esperanza de que socializara con mis pequeños vecinos. En cuanto se daban la vuelta, hacía saber a quien quisiera escucharme que me llamaba Fátima. Fátima Rodríguez. Porque puestos a inventar hay que hacerlo con fundamento.

Hasta que se deshizo el entuerto, un par de meses más tarde, fui muy feliz con mi engaño. Creyéndome muy hippie y original por tener un nombre único, rotundo, por el que se me pudiera reconocer sin equívocos.

Así que mi animadversión por esos dos nombres juntos que conformaban, entonces, mi identidad venía de lejos.

El problema estaba, claramente, en el segundo. El primero, por el que me conoce hoy todo el mundo, el que abrazo como mío, lo heredé de mi abuela más querida. Llamándome como ella la sentía muy cerca, protegiéndome. Y, además, siempre me pareció un nombre hecho para mí: sencillo, reversible, luminoso.

Pero el segundo… ¡ah, el segundo! El segundo es un nombre no especialmente feo ni digno de mención. Solo que nunca tuvo que estar ahí. Sobraba en mí como sobran las balaustradas pomposas en las casas de campo, como sobran las luces navideñas y los malos cantantes y los siete minutos de anuncios en medio de las películas.

Supongo que en mi casa pensaban que al crecer me reconciliaría con él. Pero, cuarenta y siete años más tarde, eso no ha sucedido. Todavía mi corazón da un pequeño salto cuando me llaman en una sala de espera y miro hacia los lados, confiando en que nadie lo haya escuchado. Incluso el día de mi boda, cuando la notaria leyó los nombres de los contrayentes, me pareció que era otra, la niña lejana que fui, quien se estaba casando.

No esperen que hoy les revele ese nombre. Vine solo a decirles que, con el que tengo, es suficiente.