El pasado 24, en una conversación de sobremesa, mi hijo de 17 años me acusó de ser monárquico, algo que sorprendió incluso más al resto de mis familiares presentes que a mí mismo. Con un par de años más que mi hijo, me paseaba con un pin con la bandera republicana prendido en la camisa. La mayoría de mis compañeros de curso se consideraban también republicanos. De hecho, no recuerdo haber conocido a nadie de mi generación que se declarara abiertamente monárquico. Ser monárquico en España sigue todavía hoy siendo algo bastante exótico, quizá porque los españoles nos definimos más por nuestras aversiones que por nuestros aprecios. En España hay más antimonárquicos y antirrepublicanos que monárquicos o republicanos.

El pasado mes de septiembre, coincidiendo con el escándalo de la salida de España de Juan Carlos I, La Sexta –el reverso izquierdista de Atresmedia- hizo públicos los datos de un sondeo de emergencia, en el que el 43 por ciento de los españoles se pronunciaban a favor de la república, frente a un 34 por ciento que apoyaban la monarquía. Dos meses y medio después, otro sondeo realizado por la misma cadena plantea que la monarquía sería la opción preferida por los españoles en el caso de que la institución fuera sometida a referéndum, con un 54 por ciento de apoyos, frente un 33 por ciento a favor de la república. El sondeo no es para tirar voladores: Felipe VI aprueba por los pelos, con un 5,2, y su padre sigue sin llegar a un tres de nota media. La mayor parte de los sondeos van por ahí: Metroscopia mantiene que la popularidad del rey entre los españoles se sitúa en un 74 por ciento, que un 58 considera que Felipe VI no esta afectado por los escándalos de su padre, y un 52 por ciento entiende que las decisiones adoptadas por la Zarzuela respecto a Juan Carlos son las adecuadas.

Pero al margen de lo que puedan reflejar los estudios demoscópicos, probablemente más cercanos a la realidad del sentir ciudadano que las interpretaciones políticas o mediáticas, somos un país bastante estrambótico y extremoso. El discurso de Navidad de Felipe VI ha sido criticado por Unidas Podemos y los independentistas, básicamente porque consideran que el rey debería haber sido más crítico con su padre, al que sólo se refirió con una cuidada frase en la que hablaba de la necesidad de sostener el compromiso ético por encima incluso de las relaciones familiares. No sé exactamente que habrían aplaudido Podemos y los indepes, pero es probable que los primeros sólo festejarían al jefe del Estado si decide autoinmolarse, y que los segundos estarían encantados de proponerle como rey de una Commonwealt de Pueblos Hispanos, pero solo si Felipe VI acepta la segregación de la república catalana.

En este juego de sinsentidos que es hoy la política española, lo extraño no debiera ser que el rey no acepte ni la fragmentación del país ni su suicidio como monarca, sino que la mitad del Gobierno defienda abiertamente la república, mientras sus líderes, portavoces, ministros y ministras, censuran al jefe del Estado y declaran que tiene los días contados. Pero mientras Podemos disimula su incapacidad para el Gobierno con censuras y críticas a Felipe VI, hay una pregunta que conviene hacerse, y tiene que ver con la voluntad de concordia: me resulta difícil imaginar a un futuro presidente de la República participando en un acto de homenaje y recuerdo del papel histórico de Juan Carlos el 23-F, por ejemplo. Sin embargo, no me sorprendió nada ver hace unos días al rey en un acto de la Biblioteca Nacional en honor de Manuel Azaña. Y no creo que eso tenga mucho que ver con ser monárquico o no serlo.