He comprobado, sin demasiado asombro, que no he escrito nada sobre la ley Celaá, y casi por las mismas razones por las que eludo el chocolate a la taza: porque es muy irritante. Ya desde su mismo nombre la flamante normativa proclama su torpeza y su redundancia: Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLOE). Salió adelante en las Cortes gracias a los votos del PSOE, Podemos; ERC, PNV y Más País. Una ley educativa que, de nuevo, no cuenta con el apoyo de los dos grandes partidos del país y que será derogada en cuanto exista una nueva mayoría parlamentaria. El PP aprobó la suya exclusivamente con sus votos cuando disfrutaba de mayoría absoluta en 2013, y antes ya había presentado otra. La de mayor duración e influencia ha sido la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) que en 1990 se aprobó con el refrendo de todos los grupos, salvo el PP (205 votos frente a 89).

Esto de ahora, francamente, no tiene un pase. Y en medio de la excepcional situación socioeconómica actual, fruto de la crisis sanitaria originada por una pandemia universal, es una sandez. Todos los esfuerzos (financieros, organizativos, logísticos) deberían estar destinados más a mantener la educación pública a flote que en desarrollar una nueva legislación. Se intuye que la rapidez aplicada a la redacción, debate y aprobación de la ley, antes de cumplir un año de legislatura y en medio de una excepcional crisis estructural, tiene más relación con el propósito de presentar una victoria política como material de propaganda que con un auténtico propósito reformista y consensual.

El debate sobre la educación y el sistema educativo en España se ha resuelto con un fracaso bastante mezquino en las últimas décadas y las mayorías conservadoras y socialdemócratas solo han exasperado la frustración. En el año 2020 se sigue discutiendo prioritariamente sobre el papel de los centros concertados, o la religión dentro o fuera de los curriculum; ahora, para aumentar el número de asuntos resueltos hace generaciones en los sistemas educativos europeos, se le suma que el español no sea obligatoriamente una lengua vehicular en la enseñanza, es decir, que se puede enseñar cualquier materia –o todas– en un idioma que no sea el castellano, cortesía debida a ERC para que voten los presupuestos del Estado. Pero eso no es la peor de la ley Celáa, sino la exaltación burocratizada de la mediocridad: los alumnos podrán pasar de curso, por ejemplo, cuando el equipo docente lo considere, o automáticamente con dos materias suspensas. Se reducirán los contenidos curriculares. Pocos parecen entender que esta laxitud –que carece de cualquier raíz pedagógica– no beneficia a los pobres, sino a los ricos. Serán los hijos de los ricos los que podrán pagarse clases de refuerzo, profesores particulares, másteres y cursos en el extranjero para aprender más y mejor. Los profesores deberán garrapatear menos informes, aunque seguirán perdiendo el 25% del tiempo con problemas de disciplina y otro 25% en rellenar informes. Hace tiempo que la escuela pública ya no es un ascensor social. Con la ley Celáa, si no se deroga a medio plazo, se convertirá en un sótano.