Los parroquianos del Grand Café de París, que en 1896 veían por primera vez la película La llegada de un tren a la Ciotat, se levantaron precipitadamente de sus sillas pensando que el tren les iba a arrollar. Mi tío Honorino, el mayor aficionado al western que he conocido, salía del cine Vital de El Entrego andando con las piernas arqueadas como si acabara de bajarse del caballo. La abuela de Rosana, la hermana pequeña de un amigo de la infancia, apartaba continuamente a la niña del campo visual del televisor, no fuera que aquellos señores la vieran sentada en el orinal. Siempre hemos estado rodeados de mentiras. Los hermanos Lumière siguieron proyectando su película sin tener que advertir que el tren era solo una sombra. Los western nunca necesitaron –por lo menos hasta ahora– un aviso previo sobre su carácter más legendario que real. Lo de la tele –transformada en la pantalla del móvil– es más peliagudo, porque resulta que sí hay señores al otro lado de la pantalla que nos vigilan. En cualquier caso, siempre hemos convivido razonablemente bien con las ficciones. Nos han servido para entretenernos y para formarnos, ya sea a través de los productos audiovisuales o de la lectura. Pero ahora la humanidad parece sufrir un retroceso. Al igual que cada vez distinguimos menos el bien del mal, cada vez confundimos más la realidad con la ficción. De tanto consumir mentiras –fundamentalmente a través de las redes sociales–, ya no sabemos distinguir lo que es verdad de lo que es mentira. Nos pasa lo que al mentiroso, que, a base de repetir su mentira, él mismo se la acaba creyendo. ¿Ya no sabemos la diferencia entre una serie documental y una serie dramatizada? Parece que no. De lo contrario, ni la reina Isabel ni el gobierno de Boris Johnson hubieran exigido de forma airada a Netflix que advierta previamente a los espectadores de que la exitosa serie The Crown es ficción. Ya ocurrió con Lo que el viento se llevó, cuando HBO se vio obligada a avisar que la película niega los horrores de la esclavitud. Todas las plataformas incluyen ya antes de cada capítulo de una serie una retahíla desmesurada de advertencias: contenido violento, desnudo, suicidio, lenguaje soez, consumo de drogas, sexo explícito, discriminación racial, desorden alimenticio… Hace décadas se solucionaba con dos simples rombos. Hoy, los espectadores debemos de ser más ignorantes cuando nos tienen que proteger así de tanto mal que nos acecha. No ocurre solo con series o películas. Recordaba la semana pasada Antonio Muñoz Molina que en el mundo anglosajón era habitual colocar bajo el título de las novelas un aviso: A novel, Roman. Se intentaba así que el lector tuviera claro que lo que iba a leer era una trama novelesca. Afortunadamente hoy en el mundo del libro hemos superado ese paternalismo. Estos días, se ha vuelto a hablar y a discutir sobre las novelas de no ficción, a propósito de la publicación de lo que ya se está convirtiendo en uno de los libros del año. Me refiero a El hijo del chófer, de Jordi Amat. El autor cuenta, a modo de novela pero sin un dato inventado, la turbulenta historia del periodista Alfons Quintà y, de paso, la del proceso que llevó a Cataluña de la acomodaticia convivencia con el franquismo hasta el delirio independentista. La editorial Tusquets ha incluido el libro –que en otro tiempo habríamos considerado ensayo, documento o testimonio– en la colección Andanzas, junto a ficciones de Almudena Grandes, Luis Landero o Leonardo Padura. Esa confusión de géneros no es más que un reflejo de un mundo en el que las cosas están poco claras. En el que la frontera entre verdad y mentira es cada vez más difusa. En el que decir la verdad tiene graves consecuencias y mentir sale gratis. No hay más que comparar lo que algunos políticos dijeron ayer con lo que dicen hoy. O comprobar cómo los usuarios de Twitter, Facebook o Whatsapp comparten mensajes, aun sabiendo que son mentira, por el mero hecho de fortalecer sus convicciones o de dañar al contrario. Hace casi cuatro siglos, Calderón ya se había percatado de que “tienen de su parte mucho poder las mentiras cuando parecen verdades”. Y hace solo unas décadas Goebbels decía que “más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil”. En suma, que jugar a la verdad y a la mentira, cuando se convierten en armas, es peligroso porque, como es sabido, quien carga las armas es el mismísimo diablo.