Primero fuimos tres. Pero yo me aburría soberanamente. Tanto, que aprendí a leer sola y a contar con un ábaco básico para acortar los días. Ese mismo invierno lo pasé sentada en una alfombra de peluche azul, metiendo baratijas y hallazgos que aparecían en los rincones en una bolsa de arpillera con la cara de Pippi Langstrum. También vino un fotógrafo a casa que quería retratarnos para que recordáramos, enmarcada, la familia minúscula que éramos. Pero yo boicoteé la sesión escondiéndome primero y resistiéndome, más tarde, con uñas y dientes, porque sabía que aún no estábamos todos.

Luego, en el verano más caluroso de esa década, sucedió lo que ya intuía y, justo al mes de mi tercer cumpleaños, pasamos a ser cuatro.

Éramos cuatro para todo. Como Los Cuatro Fantásticos y los cuatro jinetes del Apocalipsis. El número perfecto. Cabíamos bien en el Fiat y después en el Ford. Cuando el año había sido bueno, alquilábamos un apartamento. Cuando no, un estudio. En ambos encajábamos perfectamente y sin controversia.

Nos colocábamos alineados en las playas y piscinas, de mayor a menor, y debíamos componer una estampa divertida, un grupito curioso, porque la gente sonreía cuando nos veía pasar. Nos tomaban por guiris y nos intentaban vender souvenirs, bungalows y gafas de plástico. Y nos divertía fingir que éramos extraños en nuestra propia ciudad, así que decíamos: “No, thank you”, muy solemnes y metidos en el papel, y continuábamos camino.

Éramos cuatro y los cuatro nos comíamos solitos las huelgas de mi padre, los momentos oscuros, los ingresos de mi hermana en el hospitalito. Por otro lado, estaban los buenos domingos en el parque y la comida en casa de abuela, donde nos mezclábamos con la multitud de parientes, pero sin dejar de ser cuatro para las cosas importantes, porque éramos muy nuestros. Llegábamos juntos y juntos nos marchábamos.

Luego, no se sabe cómo, fuimos dos y dos. O –por no faltar a la verdad– dos, una y una. La adolescencia llega y, con ella, la estupidez de pensar que podemos cambiar sin que se altere por ello nuestro universo. Así que las hijas nos dispersamos adrede.

No subíamos al Ford, ya renqueante, ni amarradas. Y, si podíamos, nos ignorábamos una a la otra cuando nos cruzábamos, especialmente si íbamos con nuestras respectivas tribus de amigas. Pero eso fue después. Porque entonces, cuando yo digo, éramos cuatro.

Cantábamos a gritos en el coche, de camino al sur, por Mari Trini, por La Mandrágora, por Los Beatles y por Taburiente. Y teníamos nuestros códigos inviolables que no pienso contar siquiera ahora y que, de pronto, dejaron de ser útiles.

En ese tiempo yo no tenía ni idea de que existía la Cábala, ni alcanzaba a imaginar que el cuatro, Hesed, es el número que se corresponde con la compasión y con la memoria.

De haberlo sabido, tal vez no me sentiría hoy extraña, escribiendo sobre aquellos días en los que daba igual dónde y cómo estuviéramos porque la casa éramos nosotros.

Este año, esta navidad, por unas y otras cosas, volveremos a ser cuatro, como entonces. Háblenme de casualidades.

No seremos los mismos, claro. No habrá reunión ruidosa en la que hacer piña y reivindicar nuestro núcleo duro ni posibilidad de discutir por la hora de vuelta a casa. Por el camino que nos trajo hasta aquí se quedaron tantos, que prefiero no pensarlo.

Así que a la mesa vamos a ser cuatro. Ni uno mas ni uno menos.

Dirán los prácticos que, en estas circunstancias, con una familia pequeña todo son ventajas. Pero, verán, aunque amo con el alma a los que se sentarán conmigo, a mí no me parece un privilegio.