Los monarcas de los cuentos suelen exhibirse en cueros sin que súbdito alguno se atreva a avisarles de su desnudez, ya sea por prudencia o por estar la moralidad real férreamente blindada frente a cualquier atrevimiento. En el caso de España, la historia de una dinastía que sale de naja y vuelve, una y otra vez, con el apoyo de sables y fusiles, ha estado protegida por el silencio en torno a la conducta y las finanzas de los portadores de la corona. De ese modo se han ocultado sus habilidades como comisionistas, la condición chusca de su mala fama o su afición por yacer en lechos diversos, quedando relegadas como argumento para ciertas tragicomedias castizas o motivo de chanza en las tabernas. En cualquier caso, lo más característico de las sucesivas entronizaciones borbónicas, incluida la actual, ha sido la levedad de su legitimidad democrática. A pesar de que los líderes de la derecha –incapaces de ocultar su complicidad histórica y el franquismo esencial que impregna su ideología de campaña– gusten de repetir que al padre del actual monarca le votó la ciudadanía, saben perfectamente que no es verdad. El militar faccioso que se saltó la ley, usó las tropas a su mando para dar un golpe de Estado y desencadenar una guerra civil, eliminó a sus competidores con la astucia de un reptil e instauró una dictadura que se prolongó hasta su muerte en la cama, aún tuvo tiempo para poner en marcha un plan que eternizara los efectos de su traición. Para ello eligió cuidadosamente a un joven sin oficio ni beneficio, le dio una rigurosa educación castrense, le impuso los galones que le faltaban y le concedió el mando sobre la milicia. A partir de entonces el guion se cumplió a rajatabla. Como en otras ocasiones en el caso de sus antecesores y miembros de la saga dinástica a la que pertenece, el ahora denominado rey emérito ha completado una hoja de servicios, cuando menos, sospechosa de habérselo llevado crudo durante su reinado, de haber aceptado regalos de sátrapas petroleros, de haber recibido sobres abultados por sus servicios y de haber defraudado a la hacienda pública, mientras reclamaba a sus súbditos, año tras año y sin un asomo de rubor, el cumplimiento de ciertos principios morales. El funcionamiento estricto de una omertá en la que probablemente confluían intereses diversos, tanto nacionales como internacionales, sirvió para extender un manto de oscuridad durante años, con la complicidad de políticos, periodistas e intermediarios, especialmente en lo que se refiere a su papel en los movimientos que se produjeron en los cuarteles antes, durante y después del 23F. Por eso no es de extrañar que los resabios franquistas que hemos sido incapaces de diluir a través de la educación, agitados cada día por quienes activaron una operación de acoso y derribo al gobierno legítimo desde el mismo momento en que perdieron las elecciones, se dirijan hacia quien piensan que es su jefe, y al que seguramente consideran uno de los suyos.