Existen todavía, a estas alturas del siglo XXI, personas que no acaban de creerse que la Tierra es redonda: son los que se ha dado en llamar “terraplanistas”.

De nada sirve mostrarles las fotos de nuestro planeta que se han realizado desde el espacio y que muestran claramente, por si pudiera haber todavía alguna duda en cabeza humana, la redondez del planeta.

Para esos individuos, que tampoco se creen que el hombre haya puesto el pie en la luna, las agencias espaciales están involucradas en una tarea para engañarnos a los mortales, tomándonos a todos por pardillos.

¿Qué puede explicar ese tipo de comportamientos? ¿La ignorancia, una profunda desconfianza hacia la ciencia y todo lo que suene a intelectualismo, una fe ciega que permite creer las teorías más absurdas?

Lo vemos también con la desconfianza que siguen manifestando millones de personas hacia las teorías de la evolución de Charles Darwin, perfectamente avaladas, sin embargo, por la ciencia.

Para los creacionistas, que hacen una interpretación literal de los textos sagrados, el hombre fue creado directamente por Dios a su imagen y semejanza; la primera mujer salió de una costilla de Adán, y la Tierra tiene entre siete y nueve milenios y no miles de millones, como calculan la ciencia.

A un nivel muy distinto ocurre, sin embargo, algo parecido con la negativa de muchas personas de todo el mundo a reconocer la existencia de una pandemia tan grave como es la actual de la pandemia: de nada sirve enterarse de la muerte de cientos de miles ver en la televisión las unidades de cuidados intensivos de algunos países, abarrotadas.

Se puede discutir de la idoneidad de las medidas que adoptan los gobiernos, se puede dudar de su efectividad o de su exageración, de que puedan servir en algunos casos para limitar derechos – todo eso entra dentro de lo opinable-, pero no negar la peligrosidad del nuevo virus por más que su impacto sea distinto según los individuos afectados.

Con todo, hay quienes lo niegan y difunden además la extravagante teoría de que se trata sólo de una conspiración del cofundador de Microsoft Bill Gates y otros multimillonarios para dominar el mundo aprovechando las campañas de vacunación para instalar microchips en todos nosotros.

Según un sondeo de YouGov, un 28 por ciento de los estadounidenses y hasta un 44 por ciento en el caso de los republicanos, es decir los mismos que han vuelto a votar a Donald Trump y se empeñan en darle ganador de las últimas presidenciales, creen esa teoría.

El problema es que cuando todo no es ya sólo opinable, sino que se convierte para muchos en un artículo de fe, como la inmaculada concepción de María o su subida en cuerpo y alma a los cielos, toda discusión, cualquier debate racional es imposible.

Y hay hoy toda una industria dedicada a la producción y propagación a través de las redes sociales de eso que una ex asesora del presidente Trump calificó descaradamente de “hechos alternativos”, pero que no son sino falsedades objetivas utilizadas con fines políticos.

Cuando todo esto ocurre, cuando resulta ya imposible ponerse de acuerdo en la existencia de unos hechos objetivamente comprobables, cuando falta ese terreno común de entendimiento y pisamos sólo arenas movedizas, es ya imposible una política racional y la democracia se tambalea.