Diosdado Cabello, uno de los mayores criminales del régimen, lo anunció hace unos días: “el que no vota no come”. Pueden escuchar ustedes el vídeo y las risitas que se manda al final. Y aun así no hubo manera. Ayer no hubo manera de arrastrar a una mayoría de venezolanos a las urnas falsarias de Nicolás Maduro para la elección de una asamblea legislativa a la medida de su despotismo. Amenazar abierta y rufianescamente como ha hecho Cabello con el hambre a una población que lucha cada día contra la inanición, que carece de servicios sanitarios básicos, que se juega la vida cada vez que sale a la calle es de una bajeza extraordinaria. Cuando hace unos meses otro hediondo mafioso, el general Padrino López, ministro de Defensa y coordinador del Plan República, afirmó que mientras existan unas Fuerzas Armadas bolivarianas y antiimperialistas la oposición jamás gobernará en Venezuela, no me pareció tan repugnante. Aunque en realidad se trata exactamente de lo mismo: del blindaje de una dictadura que conoce perfectamente su debilidad. Que sabe que ha convertido a Venezuela en un Estado fallido. Que hace ya años que no controla –ni en puridad gestiona– vastas extensiones de su propio territorio, ahora en manos de organizaciones criminales, con las que a veces negocia y otras compite para controlar el narcotráfico, el chantaje a lo que queda de empresa privada, la importación fraudulenta de insumos.

Las amenazas en los puestos de trabajo, la propaganda incesante en los medios de comunicación públicos y estatalizados, las advertencias en los consejos comunales y en los CLAP sobre el impacto del voto en el precio de las cajitas de alimentos –un fenomenal negocio y un ejemplo de que corrupción política y caridad gubernamental siempre van de la mano– no han evitado una abstención altísima y gestos patéticos de las autoridades chavistas, como mandar a militantes a formar filas frente a los colegios electorales para sacar fotos y difundirlas a toda velocidad o tocar diana a primerísima hora –a través de la megafonía de camiones militares en distritos como Petare, por ejemplo–. Claro que da lo mismo.

El madurismo –que es simplemente chavismo con un tarado semianalfabeto al frente– dejó caer en su momento las últimas máscaras democráticas. Concretamente en diciembre de 2015, cuando la oposición ganó ampliamente las elecciones legislativas. Antes de que se constituyera el nuevo parlamento, la asamblea derrotada cambió la Corte Suprema designando magistrados de filiación chavista, colocó un nuevo presidente y nuevos consejeros en el Consejo Nacional Electoral, removió cargos y modificó normativas en el Banco Central de Venezuela. Maduro dio un golpe de Estado contra su propio sistema institucional y abolió las normas: a partir de entonces él sería fuente de Derecho y su partido el único legitimado para gobernar. Conviene saber que esto es lo que apoya y aplaude un individuo como José Luis Rodríguez Zapatero, que ha arruinado todo su crédito político y moral perfumando con sus cínicas estupideces la pocilga del chavismo. Conviene no olvidar que el vicepresidente segundo del Gobierno de España –y varios de sus colegas– trabajó para ese régimen y cobró jugosas sumas de este vertedero de corrupción y miseria que ha llevado a más de cuatro millones de venezolanos al exilio huyendo de la violencia, del hambre y de la indignidad. Y se ríen mucho cuando los llaman bolivarianos. Se ríen como Diosdado Cabello y alguna vez deberían explicarlo: “De bolivarianos nada. Lo hicimos por dinero, solo por dinero”.