El diplomático español Fidel Sendagorta ha escrito un magnífico libro sobre la China actual y sobre los retos políticos del siglo XXI, que tienen mucho que ver –nos guste o no– con el gigante asiático. Se titula Estrategias de poder y lo acaba de publicar Deusto. Tras la Guerra Fría, 1989 anunció una “Pax americana” que se creía definitiva bajo el paraguas de las instituciones democráticas. El parlamentarismo, las clases medias, el optimismo científico, el nuevo despertar de la globalización, el Estado del bienestar y el consenso multilateral parecían marcar el dictado de una modernidad sin historia ni conflictos. La tesis Fukuyama, tan mal entendida, aventuraba el triunfo irrevocable de los ideales del liberalismo, una vez concluido el combate ideológico entre los totalitarismos y la democracia. El desarrollo económico y la mejora continua de los estándares de vida trazaban un camino sin retorno: el de la ampliación y consolidación de las libertades. Sobre todo en China. El futuro era la Unión Europea –con la moneda única a punto de estrenarse– y el vínculo atlántico; de ahí la proyección hacia el Pacífico y Oriente. Sin embargo, no ocurrió exactamente así. Tres décadas más tarde, los equilibrios del poder mundial «se han desplazado», en palabras del desaparecido Lee Kuan Yew. «No puede pretenderse –puntualiza el político singapurense– que China sea tan sólo uno de los grandes jugadores en la partida global. De hecho, es el mayor jugador que ha habido nunca en la historia».

De 2008 a 2020, el despliegue de la influencia del gigante asiático ha sido cada vez mayor. No únicamente en términos de magnitud (para hacernos una idea: cada año, veinte millones de chinos adquieren un automóvil por primera vez), sino sobre todo en lo que concierne al poder político. Siguiendo una estrategia de largo plazo, Pekín ya no sólo aspira a crecer de forma intensiva con un modelo que en ocasiones recuerda el desarrollismo español de los años 60, sino que compite de tú a tú en sectores tecnológicos tan decisivos como la inteligencia artificial, las baterías eléctricas o la industria de defensa, ante la desorientación europea y el temor de los Estados Unidos. La importancia del 5G en este campo es de primer orden, ya que estas redes constituirán «la base para la nueva ola de tecnologías avanzadas, desde los vehículos autónomos hasta las ciudades inteligentes, y de las fábricas automatizadas hasta un uso extensivo de aplicaciones de inteligencia artificial», apunta Sendagorta. El veto de Washington a Huawei sería un intento de frenar el control de la tecnología sobre aspectos clave de la seguridad nacional. Europa aún tiene que decidirse.

Porque, a la hora de pensar el futuro, la UE sigue enmarañada en sus contradicciones internas. Sin políticas firmes en cuestiones cruciales, los distintos países que conforman la Unión son demasiado pequeños para competir a campo abierto en lo que podríamos considerar las industrias del futuro. Ni hay un plan Airbus para lanzar un programa competitivo de inteligencia artificial, ni se garantiza la seguridad militar por medio de una industria propia, ni el I+D verde termina de despegar. Diríamos que la historia empieza a desplazarse hacia otros países y que aquí apenas quedan los restos, a menudo inquietantes, de lo que hemos sido y ya no somos. La Europa envejecida mira –sin entender– un mundo nuevo y acelerado, que exige responsabilidad en lugar de hedonismo y esfuerzo en lugar de frivolidad. Inteligencia en definitiva porque, si algo demuestra el ejemplo asiático, es que la suma de una voluntad decidida y de una buena planificación da fruto en pocas décadas: ese tiempo que hemos perdido inútilmente y que no deberíamos haber malgastado.

‘The Crown’ ha puesto de los nervios al gobierno británico, que tiembla ante la reedición del ‘annus horribilis’ de Isabel II. Su ministro de Cultura ha pedido a Netflix que aclare que la serie no es un documental

El ministro de Asuntos Digitales del Reino Unido, Oliver Dowden, quien también se desempeña como ministro de Cultura, ha salido a la palestra para exigir a Netflix que avise claramente antes de cada episodio de que la serie The Crown es una obra de ficción. El miembro del gabinete de Boris Johnson tiene 42 años, pero considera que sin una advertencia estilo los dos rombos de antaño «una generación de televidentes que no vivió estos eventos podría confundir la ficción con la realidad», lo que equivale a sospechar que unos cuantos millones de sus compatriotas pueden sufrir esquizofrenia cuando se sientan ante la tele para ver las andanzas de los Windsor, o los considera directamente mucho más imbéciles que él. La preocupación del prohombre, y de muchas otras voces del conservadurismo británico, por la fidelidad de The Crown a la historia ha esperado a la temporada cuarta. Las tres primeras no resultaban preocupantes porque iban de asuntos de mediados del siglo XX en los que salían mal parados habitantes de las enciclopedias. La propia Isabel II, explicada y humanizada de forma muy rentable para su imagen, la vio por recomendación de su hijo menor y sus nietos, fans absolutos de la serie y habló bien de ella (aunque matizando que algunos hechos no resultaban tan dramáticos en la vida real). Han tenido que llegar a las pantallas Margaret Thatcher y Diana de Gales para que cunda el desasosiego, o mejor dicho el pánico. Que la prócer británica no era la ogra despiadada, látigo de la clase trabajadora y aniquiladora de lo público. Que Camilla y Carlos no hicieron la vida imposible a la tierna Lady Di. La reacción de muchos de los casi treinta millones de televidentes que en el Reino Unido están eligiendo The Crown para entretenerse mientras dura la covid hace muy comprensible la preocupación del ministro Dowden, aunque no sé yo si con un cartelito en los títulos de crédito lo va a solucionar.

Clarence House, residencia del Príncipe de Gales y su mujer, ha tenido que usar una herramienta que capa los comentarios en su Twitter por la avalancha de insultos a la futura reina consorte tras el capítulo de The Crown que reproduce el inicio de su romance. La resurrección de la Princesa del Pueblo está suponiendo un verdadero trauma colectivo en el país en este 2020 que amenaza con reeditar también el annus horribilis de la longeva Lilibeth. Miles de vídeos y elogios a la fallecida Diana, y críticas sin cuento a los dos causantes de su desgracia, han echado por tierra décadas de trabajo para levantar la reputación del heredero en lo que se tarda en pulsar el mando a distancia. Quienes sostienen que el trono debe pasar de forma directa a Guillermo y Catalina se frotan las manos. No tanto los que temen salir retratados en la quinta temporada del Brexit, la relación de Andrés con el pedófilo Epstein y la espantada de Meghan y Enrique.

No hay cartelito de Netflix que nos vaya a disuadir a quienes escuchamos en el telediario las grabaciones de las conversaciones de Carlos «quiero ser tu tampax» con su entonces amante y hoy señora. Para desgracia Johnson y compañía, no todo nos cae tan lejos como el funeral de Churchill, más allá de su la escena de Diana en la discoteca sea apócrifa o no. Solo espero que el genio creador The Crown, Peter Morgan, caiga en la cuenta de que ese filón está agotado y nos haga el favor de venirse cuanto antes a filmar The Borbones.