Uno ha escrito en diferentes ocasiones –y no siente vergüenza alguna por plagiarse una vez más– que los cayucos y las pateras nos traen los mensajes de una ignominia étnica a través de las miradas de sus ocupantes. Miradas que nos alcanzan casi sin avisar, como pidiendo perdón por llamar a la puerta, por incomodarnos al reclamar que les ayudemos a escapar del hambre a que el mundo de todos ha obligado al suyo, de las guerras que hemos desatado y permitido para dar salida a los remanentes de armas acumuladas por un superávit de producción, para satisfacer las necesidades del negocio del tráfico de pólvora y de mano de obra a bajo precio, de carne para nutrir los burdeles de Occidente y de costureras para llenar los talleres de los empresarios de éxito. Uno también ha escrito que cada embarcación que naufraga delante de nuestro portal, una vez que ha soltado el exceso de carga para servir de alimento de los tiburones, forma parte del material que dentro de algunos años catalogaremos como memoria histórica y utilizaremos como munición para las contiendas electorales. Solo en el caso de Canarias las estimaciones administrativas calculan que casi 20.000 migrantes han alcanzado sus costas durante el último año, y que cerca de medio centenar han fallecido en el intento de huir del infierno. En Gaza, en Bagdad o en Alepo, en los barrios de Siria o en los arrabales de Yemen, los países ricos ensayan la estrategia del terror para resolver el ajuste de cuentas, mientras la vida de poblaciones enteras transcurre entre escombros, sin agua, sin electricidad, sin la atención médica más elemental, conviviendo con las ratas y los patógenos en una asociación familiar, tal vez la única conocida por varias generaciones. La guerra parece siempre la misma, aunque cambien los actores, los directores y el escenario, mientras la exclusión constituye un instrumento sumamente eficaz para equilibrar el tablero, con una capacidad exquisita para adecuarse a los tiempos. Eso explica que los avances tecnológicos y el potencial asimilado por una parte reducida de la Humanidad lo sea gracias a la persistencia del espíritu ancestral de la tribu, el gueto y la favela. Como si se tratase de un invento que se adapta a cada situación y a cada paisaje, con el fin de acelerar la evolución de la especie en una determinada dirección. Lo extraño, lo ajeno, lo que sobra, lo que enturbia el agua con la que nos duchamos cada mañana, lo dejamos fuera de los muros, a suficiente distancia para que no nos afecte su hedor ni nos inquiete la variedad cromática de su piel. Al fin y al cabo, se trata de un modelo diseñado por los primeros mercaderes desde los orígenes del mercado, que ha probado su eficacia a lo largo de muchos eones y se ha ido perfeccionando con la colaboración del crimen organizado y las ciencias financieras. Uno ha escrito que fuera de casa todo es Chinatown, la Cañada Real o las Tres mil Viviendas.