Ocurrió en un instante del pleno parlamentario de esta semana. Coalición Canaria había afeado el bajo nivel de ejecución presupuestaria del Gobierno de Ángel Víctor Torres. En el caso de la Consejería de Derechos Sociales apenas se había gastado, a 30 de octubre, el 16% de su presupuesto. Con la desenvoltura que le caracteriza, el consejero de Hacienda, Román Rodríguez, recordó que los niveles de ejecución presupuestaria del Ejecutivo eran muy similares a los del Gobierno de CC a finales de octubre de 2018 “en un año sin pandemia y sin convocatorias electorales”. “Por tanto”, remató felizmente, “nosotros, con las extraordinarias dificultades que supone la pandemia que aun padecemos, hemos ejecutado lo mismo e, incluso, un poco más que en un ejercicio presupuestario donde no se experimentó ninguna emergencia”.

No se negará que Rodríguez demuestra cierta habilidad, siempre y cuando se admita su marco mental, que es, precisamente, el de un dirigente político inteligente y experimentado, pero que sigue sin advertir los cambios que ha supuesto y supondrá, en un futuro inmediato, la explosión de una crisis estructural como la detonada por la covid. Porque no cabía nada que reprochar al Gobierno de 2018 –que acabó el año con una ejecución superior al 85%– y, en cambio, resulta escandaloso que de los recursos habilitados para el gasto social solo se haya gastado una fracción casi ridícula. Es decir, que Rodríguez utiliza la pandemia, que es la catástrofe que exigía eficacia y eficiencia con carácter urgente en la gestión del gasto público, como explicación para la ineficiencia e ineficacia en la gestión del gasto público.

Pero, es un no parar. Ayer, el vicepresidente segundo y ministro de Bienestar Social, Pablo Iglesias, explicaba orgullosamente que el acuerdo fraguado entre la mayoría del PSOE y UP en el Congreso y ERC y Bildu, que implícitamente se arrogó, “es una garantía de que la derecha tardará mucho en volver a recuperar el poder en España”. ¿No parece una operación realmente brillante? No, no lo es. Lo más probable, con semejantes compañías, es que cuando el PP saque mayoría no encuentre una España a la que gobernar. Tanto ERC como Bildu son fuerzas independentistas y anhelan fundar sus propias republiquitas socialistas y autogestionarias con su camisita y su canesú. No la quieren para dentro de un par de generaciones, sino cuanto antes. Preferiblemente en esta misma legislatura, para no correr el riesgo de que el PSOE y UP sean desplazados del poder, a través de la vía de sendos referéndum, pactado formalmente con el Estado, con consecuencias políticas y jurídicas. A los independentistas vascos y catalanes no les interesa demasiado una España unida y cohesionada, sea federal, confederal o ambidiestra, sino un país débil y dubitativo bajo una izquierda entre pija y profesoral que desprecia la Constitución de 1978 como una ridícula antigüalla. Quieren la independencia de sus territorios y su horizonte político para conseguirlo no es de décadas, sino de años. En solo tres meses han conseguido que un país prescinda de su idioma como lengua vehicular en el sistema de enseñanza. En seis conseguirán una reforma a la carta del Código Penal para excarcelar a Oriol Junqueras y al resto de los políticos catalanes condenados por el Tribunal Supremo. Si te comportas, elector, como un idiota, te tomarán como un idiota. Incluso legítimamente.