En una hermosa canción Javier Krahe hablaba de una antigua novia que se quitaba la vida a diario. No había día, efectivamente, en la que no se suicidase. “Es una artista del desvivir”, contaba Krahe. Es lo que ha hecho el coronavirus con nosotros. Nuestra voluntad de suicidio está clara y no me toquen las meninges con el ejemplar comportamiento de los ciudadanos. El viernes pasado me despisté un poco y terminé en la calle del Castillo. Era impresionante. Cientos de personas subían y bajaban por la calle comercial, se apelotonaban en los establecimientos, se apretujaban en los bares, conversaban casi besándose en la calle. Casi todos, efectivamente, llevaban mascarilla. Pero, aunque da vergüenza explicarlo, la mascarilla no es el casco de Darth Vader. El espectáculo era el de un manicomio que se había vaciado para que los chiflados disfrutaran colgándose. Me largué hacia el Parque García Sanabria. Debí sortear hordas de felices compradores y grupitos que devoraban bocadillos al aire libre o compartían una botella con cierta discreción. El parque, por supuesto, estaba trufado de gente que se pegaban codazos cómplices e insistían en compartir bancos e interminables paliques bajo una tenue llovizna. Miles de aspirantes a artistas del desvivir. Salí corriendo con el pobre chucho siguiéndome a toda prisa.

A finales de diciembre o principios enero llegará una rápida tercera ola de numerosos contagios. Será inevitable y casi se superpondrá a los efectos de la segunda. Si este mongolismo colectivo continúa es perfectamente posible que se llegue a una nueva saturación de los servicios sanitarios, especialmente, en lo que se refiere a la atención primaria y a las unidades de cuidados intensivos. Las cifras de muertos, el sufrimiento de los enfermos, las secuelas, la soledad atroz de los moribundos, el tensionamiento de los servicios públicos, el sacrificio del personal sanitario, los costes del impacto económico de la pandemia, todo, absolutamente todo nos importa un carajo. El sentido del sacrificio y de la renuncia nos es absolutamente ajeno. Una sociedad de adolescentes perpetuos que no puedes posponer su gratificación –la copita, los regalos, el jamoncito, joder ahora unos churros, mañana vamos a ver a la abuela, hoy quedamos para cenar y mañana a comprar los regalos de los primos–ni una semana, ni un mes, no se diga un año. Porque todos somos inmortales. La vida es eterna mientras dura. En mi familia nadie ha muerto con un respirador hundido en la tráquea. Como aquel general que en medio de un bombardeo pronunció sus últimas palabras dirigidas a un cabo alarmado: “No sea idiota ¿Alguna vez escuchó usted que un general haya muerto despedazado por un obús?” Es una fortuna que en un plazo de algunas semanas comiencen a distribuirse las vacunas. Porque serán las vacunas las que nos salvarán, en ningún caso seremos nosotros. Sin nosotros el virus no es nada, pero no estamos dispuestos a entenderlo.