Por un puñado de votos se vende una nación. Y la vende su gobierno. Y lo hace a carroñeros que no ocultan su condición de tales. La vende a quienes anuncian abiertamente que la van a desgarrar. Es el Presidente quien orquesta el sacrificio. Su prefacio, ya en acción, consiste en allanar el camino, eliminando todo lo que pudiera entorpecer o retardar su ejecución. Armado con la retórica malévola y populista de los tiranos pretende justificar lo injustificable. Pacta con secuaces del terrorismo e independentistas sediciosos y los llama socios y demócratas, pervierte el ordenamiento constitucional y la independencia del poder judicial y lo presenta como reforma necesaria, limita la libertad de expresión y dice que lo hace en nombre de la verdad, menoscaba la lengua común y lo explica como supresión de un agravio comparativo. El deterioro irreversible de los principios de convivencia de todos los ciudadanos por supuesto no le preocupa. Las tensiones, desequilibrios y enfrentamientos a los que conducen sus decisiones son para él simples daños colaterales. El fin supremo lo justifica todo. Y ese fin para un ególatra de su categoría no es otro que el poder mismo. Una nación espléndida, viva, activa, unida, orgullosa, tiene que desangrarse para que un hombre pueda saciar su sed de poder. Esa nación aún se llamaba España en el momento de redactar estas líneas.