Cuando imaginamos el terror pensamos siempre en grande, evocando el abismo al que nos asomamos cuando lo sentimos llegar. La propia palabra, vibrante y sonora, anticipa desgracia antes, aun, de pronunciarla.

Decimos “terror” y, de inmediato, se nos ocupa la mente con catástrofes, epidemias, masacres, violaciones, experiencias devastadoras, traumáticas, más grandes que la vida. Así nos lo enseñaron el cine, el arte, los libros…

Sabemos, además, que si superamos alguna de esas situaciones, nunca volveremos a ser los mismos. Habremos sufrido, sí, pero estaremos revestidos, siquiera interiormente, de una pátina de heroísmo, porque sobrevivir al monstruo es, sobre todo, una manera de vencerlo.

Eso nos dice el instinto.

Yo necesito hablar, sin embargo, de un terror diferente; de un terror pequeño, de andar por casa, cotidiano, casi imperceptible, pero persistente, que, si no es detectado a tiempo, puede devastarnos por completo y despojarnos de aquello que nos hace humanos: nuestra dignidad, nuestra autoestima.

Es el terror de baja intensidad, más peligroso cuanto más sutil. Como no es una forma de miedo ostentosa ni escandalosa, a veces ni siquiera evidente, la asimilamos, desde niños, como normal. Dejamos que forme parte de nuestra existencia, la acogemos y nos amoldamos a ella, no la verbalizamos ni la combatimos y, entonces, llega un día en que nos estalla en la cara y ya no hay solución posible ni lugar donde esconderse.

Es el maltrato persistente que soportamos en algunos trabajos, las veladas faltas de respeto, los dobles juegos, las estrategias de división, la traición, el ninguneo.

Es, también, el dolor sordo y mudo que se instala en algunas familias y que sufren, sobre todo, los hijos, víctimas de frustraciones ocultas, de uniones fallidas o desgastadas, de rencores viejos: los secretos, las discusiones, los agravios enquistados, la atmósfera pesada y tensa, los errores no reconocidos.

Es, incluso, la desigualdad en las relaciones personales, con parejas o amigos: el egoísmo, el chantaje emocional más o menos solapado, la ausencia de empatía, de reciprocidad en el amor o el cariño.

La convivencia asumida —qué remedio— con la enfermedad mental o física, con la pobreza estructural, con la falta de oportunidades, con la segregación, la discriminación o el machismo.

La gota china del bullying disimulado y sibilino, que consume y lleva a la depresión y a las ganas de hacerse tan pequeño que nadie repare en nuestra presencia.

La culpabilidad que nos mina y nos destroza cuando no somos capaces de llegar a donde la sociedad nos exige, en una olimpiada perpetua, en competición continua con nosotros y con el mundo. Citius, altius, fortius.

La ansiedad que nos lleva a cargar en el bolso tres tipos de pastillas y tomarlas como quien se come un caramelo, porque para salir a la calle no basta con el coraje y las ganas de hacerlo.

Es todo eso que sucede a todas horas, en cualquier parte, y aceptamos que es normal porque, entre las paredes de una casa, de un colegio, de una oficina, hemos establecido un pacto de ceguera, una omertá perversa, que nos impide siquiera plantearnos por qué tenemos siempre ganas de huir si nada grave está sucediendo.

Llevo unos años pensando en ese terror de baja intensidad, que he masticado y tragado —como tú, como todos— demasiadas veces. Y cada una de esas veces me he dicho que no era para tanto.

Todas esas veces he fingido que no pasaba nada y lo que pasaba era todo.

Era el engaño consciente al que me sometía para no tener que admitir que la vida, querida gente, solo empieza a ser fácil cuando puedes decir “basta”.