Qué gran crónica de Enric González sobre las honras fúnebres de Diego Armando Maradona en Buenos Aires. Terminó en una explosión de chifladura colectiva, por supuesto. Miles y miles de personas asaltando la Casa Rosada –el palacio presidencial – para despedirse del jugador. Palizas, balas plásticas surcando el cielo, abrazos lacrimógenos entre los asistentes, tipos meando tangos con el bandoneón, pequeñas hogueras sobre el asfalto, tanquetas lanzando chorros de agua a presión, nadie con una puñetera mascarilla. Se habrán infectado cientos de personas que en los próximos días infectarán a miles. Y leyendo al maestro sentí una punzada de envidia demencial. Porque en toda esa pasión necrófila, en toda esa angustia y dolor alrededor del dios sexagenerario a punto de ser enterrado palpita cierta intensidad vital. “Mirá, la gente ama o quiere amar al Pelusa porque desde un punto de vista colectivo es lo único incuestionablemente bueno que le ha pasado a la Argentina en los últimos cuarenta años”, me explicaba un bonaerense ayer mismo, “todo lo demás ha sido una mentira o un desastre”.

No recuerdo así un entierro (o una cremación) en Canarias. Nuestros abuelos todavía celebraban los ritos funerarios con una lacónica normalidad; ahora, cuando se informa sobre la cremación de alguien, se menciona el nombre de un comercio de muebles próximo al tanatorio. Como si en vez de incinerar un cadáver fuéramos a comprar un armario. ¿Y el entusiasmo? No es un rasgo caracterológico del canario el entusiasmo. Es más, en Canarias el entusiasmo es tan infrecuente como la autenticidad o cualquier forma de indignación moral que no provenga de la envidia. Y es un país que, curiosamente, no necesitaría de encarnaciones maradonianas para mostrar ciertas satisfacciones. Sin embargo ha cuajado un imaginario – en buena parte obra de ciertas izquierdas – que define al pasado inmediato de Canarias como de una suerte de horror sin fin, una pesadilla semitercermundista que solo comienza a desaparecer con la llegada de Ángel Víctor Torres al poder (o de Podemos a la Consejería de Derechos Sociales o como quieran llamarla). En realidad se trata de una pequeña superstición progresista. Se tome como referencia 1983 o 1993 Canarias es un país que ha sabido modernizarse, progresar, dotarse de infraestructuras y servicios públicos. En 1983 el déficit en materia educativa era vergonzoso, igual que lo era en materia de recursos sanitarios en 1993. Comparar las infraestructuras de transporte y la conectividad aérea de hace un cuarto de siglo con las actuales asombra bastante y lo mismo ocurre con el crecimiento del estudiantado universitario. El turismo y la construcción, los recursos del REF, el aumento de las transferencias del Estado y la inyección de fondos comunitarios cambiaron las cosas, aunque la crisis de 2008 -- austeridad y recortes – impactaron brutalmente en todos esos factores, excepto el primero. Nada de esto es una legitimación o una excusa por los errores, las indiferencias o las insuficiencias en la redistribución de la riqueza, la desigualdad, los bajos salarios o los porcentajes de exclusión social.

Sinceramente, y a falta de maradonas, Canarias lo que necesita es un proyecto de país, un cartografía de futuros verosímiles, un conjunto de estrategias reformistas transversales no solo en espera de que sobrevivamos a esta crisis – que no se superará en esta legislatura autonómica – sino para consensuar la gestión de la salida hacia un horizonte de prosperidad económica, cohesión social y sostenibilidad ecológica. Y no la necesitamos para este verano, sino para mañana mismo.