Respondiendo a una pregunta de sus lectores, Ruth Lazkoz –investigadora en cosmología teórica de la Universidad del País Vasco– exponía hace días en El País lo que piensa la ciencia acerca del tamaño del universo, admitiendo la diferencia sutil entre lo que es físicamente observable a partir de cálculos teóricos, y lo que es susceptible de observación mediante los instrumentos actualmente disponibles y la capacidad técnica existente. En realidad, la respuesta más correcta es que lo desconocemos. En cualquier caso, sus dimensiones son enormes y continúa expandiéndose en un continente que lo acepta. Teniendo en cuenta que los límites siquiera sospechados son absolutamente inciertos, puede que la única aproximación posible sea recorrerlo a bordo de un secante –consúltese la jerga por medio de cualquiera de los diccionarios o tochos chelis publicados por los maestros del género–. Ante la infinitud del escenario cabría pensar que hay sitio para todos, pero en el entorno cercano resulta que no es así. Los gestores de los espacios públicos descubrieron hace tiempo que eso constituía un problema para la convivencia e inventaron el gueto. Según el lugar, la época y las tendencias, primero los municipios, más tarde los países y finalmente los continentes, establecieron zonas acotadas donde agrupar a la población sobrante, lo que incluía a una amplia variedad de especímenes, como indios, negros, moros, chinos, yonquis y, más recientemente, zombis en fase de desarrollo. Volviendo a la capacidad de cálculo de la cosmología observacional, no debe ser muy difícil predecir que el planeta acabará siendo un gueto inmenso, pero limitado, con zonas llenas de mugre, acentos diversos y tristezas infinitas. Probablemente la frontera fue un hallazgo práctico de nuestros antepasados que se ha perfeccionado gracias a la tecnología, pero el modelo no ha evolucionado demasiado desde su implantación. Al fin y al cabo, la organización de la Humanidad no es mucho más que eso: un espacio finito que contiene diversos guetos, para cuya justificación disponemos de la falacia de la identidad, la esencia perversa del racismo y la base de la mirada teológica con que nos contemplamos unos a otros. Lo curioso es que un análisis riguroso de los títulos de propiedad y la identificación precisa de los nativos originales proporcionaría resultados sorprendentes. No es de extrañar que los defensores del gueto lo apliquen con la misma facilidad al color, el origen o la lengua. De ahí viene el gusto por apropiarse, incluso, de las palabras y de la forma de combinarlas, la discriminación por los trapos de colores y los verbos, la cópula soez entre la bandera y la sintaxis. El mundo que viene no solo asusta por su carácter incierto, sino porque –como sucede en los relatos de terror gótico¬– la presencia inesperada que nos amenaza tras la cortina, la bestia que jadea en la oscuridad, no viene del espacio exterior ni de las profundidades del pozo, sino que se oculta en nuestro interior. Y no parece que estemos dispuestos a buscar soluciones, más allá de reforzar la empalizada del establo.