Estaba el propietario del gimnasio, abierto en una zona céntrica de Santa Cruz, leyendo periódicos y bitácoras en su ordenador cuando entraron en el local tres individuos. Eran tres negros altos, musculados, con el pelo muy corto y ropa deportiva que se había utilizado para ocasiones no deportivas. El más bajo se acercó con una sonrisa preocupante y le preguntó si podían entrenar. El propietario les indicó los precios y los horarios del gimnasio, así como las medidas higiénico-sanitarias que… El hombre sonriente levantó la palma de la mano derecha. Les explicó que no tenían dinero. Que llevaban en la ciudad desde la pasada semana, pero que lo único que recibían en Cruz Roja era el desayuno y una bolsa con comida para el resto del día. Estaban acostumbrados a comer más y mejor. Hablaba en francés e introducían palabras en español. El propietario les explicó que no podía dejarles entrenar gratis. Que ese era su negocio. Que por culpa del maldito virus sus ingresos se habían visto reducidos pero sus costes eran iguales a los del pasado marzo, si no superiores. La sonrisa había desaparecido del rostro del otro. Sus dos compañeros se desplazaban por el establecimiento contemplando valorativamente las máquinas y las pesas. De vez en cuando lo miraban con fijeza mientras su compañero hablaba.

La sonrisa no volvió al rostro. Pero continuó charlando con un tono duro, restellante. Contó que él y sus amigos habían sido militares en su país, y que en medio de una guerra civil, y después de muchos muertos y mucha sangre, habían terminado ejerciendo en algo a medio camino entre mercenario y guardaespaldas. Que habían huido de su país y atravesado un par de fronteras para evitar que los mataran como a perros. Que si eran repatriados a su país no pasarían dos días antes de que le reventaran las cabezas a tiros y que, por eso, en ningún caso, absolutamente en ningún caso, pensaban volver a su emporcada patria. Que tenían amigos en Barcelona, pero que no podían tomar ni un barco ni un avión a Barcelona. No les dejaban. Que no entendían por qué no les dejaban si Tenerife y Barcelona estaban en el mismo país. Esto es España, no, dijo dando un ligero golpe en la mesa con la rosada palma de su mano dura, firme, delgada. Esto es España, ¿no? ¿O no es España? Dime si no es España, dime si no estamos en España, monsieur. Que estaban sanos, mira mis brazos, nada de virus, pero que estaban acostumbrados a entrenar. Que con la bolsa de comida no iban a ningún lado. Que no podía ni tomarse una cocacola. Que estaban acostumbrados a entrenar porque tenían que estar en forma. Que necesitaban estar fuertes porque solo se tenían a sí mismos. Que necesitan desahogarse. Que tenían que hacer ejercicio. Que estaba mal, muy mal que no les dejara entrenar. Podían venir a cualquier hora monsieur. A cualquier hora para no molestar a su clientela. Porque seguro que tenía racistas entre su clientela. España estaba llena de racistas. La mayor parte de los españoles son racistas y por eso solo les entregan la bolsa de comida con cuatro mierdas. Son racistas. Que la mayoría de la gente los mira como miran los racistas. Que tenían derecho a distraerse. A tomarse algo. A coger el tranvía pero no les daban billetes para el tranvía, en otras ciudades de Europa sabían que daban billetes para el tranvía, para poder moverse, pero aquí no, aquí no porque yo creo que hay más racistas. Racistas. Son unos racistas y necesitamos entrenar. Bueno. En unos días volvemos. Sin problemas. No hay problemas. En unos días volvemos porque necesitamos entrenar. Ya te conocemos. Hasta pronto, monsieur.