Los intentos desesperados del autócrata de la Casa Blanca por convencer a sus compatriotas, que el resto del mundo poco le importa, de que fue él y no el demócrata Joe Biden el ganador de las últimas presidenciales entran de lleno en el esperpento.

Si lo que sucede actualmente en Estados Unidos sucediera en cualquier otro lugar del mundo, los medios lo habrían calificado inmediatamente de golpe de Estado y estarían reclamando una rápida intervención del “mundo libre” para impedir el triunfo del golpista.

¿Qué decir, por ejemplo, de la disparatada conferencia de prensa del abogado del presidente Trump, Rudy Giuliani, en la que, mientras el tinte del pelo le corría por su acalorado rostro, sacó a relucir una supuesta conspiración de los demócratas para “robarle las elecciones al pueblo americano”? Para acusar acto seguido a los medios de cultivar un “odio enfermizo” hacia Trump, lo que les hacía difundir solo mentiras.

Y ¿qué decir también de la siguiente oradora en aquella delirante comparecencia del equipo legal de Trump ante los medios: la exfiscal Sidney Powell, a la que no se le ocurrió otra cosa que hablar del “dinero comunista” llegado de Venezuela, Cuba y acaso también de China para que los demócratas pudieran hacer trampas en las elecciones. ¿No nos suena todo esto a algo también a los españoles?

No es de extrañar que el exdirector de la Agencia de Ciberseguridad de Estados Unidos, que acababa de ser despedido por un presidente dispuesto a cualquier cosa, hablase de la intervención de Giuliani y su equipo como “los tres cuartos de hora más peligrosos de la historia de EEUU. Y tal vez los más peligrosos”, en directa alusión a su daño irreparable a la democracia y al propio prestigio internacional del país.

Pero el problema ya no es ese psicópata narcisista que se resiste a abandonar la Casa Blanca e insiste en seguir allí cuatro años más, y todos los que haga falta, como esos déspotas asiáticos a los que tanto admira. El problema es el silencio culpable del Partido Republicano, con el líder del Senado, Mitch McConnell, en cabeza.

¿No tiene este nada que decir de los intentos claramente mafiosos de Trump de presionar a los gobernadores republicanos para que no reconozcan los resultados en aquellos Estados que dieron la mayoría a Biden, entre ellos Georgia y Pensilvania.

El problema de los republicanos es que no son capaces de reconocer que Estados Unidos se ha vuelto un país distinto, más liberal y diverso tanto étnica como culturalmente, y que no pasarán muchos años antes de que las minorías se vuelvan mayoría y se les presente la oportunidad de acabar los privilegios que no se resiste a perder la mayoría blanca y protestante. ¿Se les dejará, o sabrán al menos, aprovecharla?

En el fondo, Estados Unidos no ha sido nunca realmente una democracia, por más que su eficaz propaganda nos haya contado siempre el cuento del “sueño americano”. Estados Unidos se fundó como una oligarquía de esclavistas.

Y aunque se abolió la esclavitud y se ampliaron los derechos civiles, hay cosas que poco han cambiado, como los intentos de poner trabas al voto negro y la dificultad de que surja por fin algún nuevo partido capaz de acabar con el plutocrático duopolio de republicanos y demócratas.