Es tan grande la sobreinformación que en estos días se está ofreciendo sobre la nueva ley de Educación que ya cabría hablar de desinformación, razón por la que he optado por alejarme de la polémica y no entrar en más valoraciones acerca de un texto que ha generado tanto ruido informativo. Pero uno se pregunta cómo es posible que se produzcan tantas divergencias y disensos ante un documento que debería tener como objetivo último garantizar la educación (la mejor educación) universal e igualitaria a nuestros jóvenes, para que puedan ser en el futuro ciudadanos íntegros, libres y felices. Sorprende, además, que nuestros gobernantes (los de ahora y los de antes, pues esta es la octava ley educativa de la España democrática) no tengan el más mínimo recato en mostrar públicamente sus vergüenzas defendiendo intereses partidistas, ideológicos y mercantilistas, que no persiguen precisamente los fines de una ley que debería estar, como todos los textos legales de elevados objetivos, muy por encima de circunstancias concretas y accidentales; por eso siempre he propuesto que la mejor ley de Educación que debería elaborarse sería aquella que tuviese la capacidad de reformarse permanentemente adecuándose a los cambios sociales, aquella cuyo único articulado la obligase a cambiar sin pausa, y no a ir por detrás de los cambios (escribía yo, parafraseando unas palabras de M. A. Escotet, hace casi treinta años, en un artículo publicado en El País, La reforma del magisterio [12-5-92]).

El texto de la nueva ley, por lo que se ve, no se ajusta a esta aspiración, que no es una utopía, si prevalecieran los intereses generales, que no deberían ser tan distantes entre unos y otros (nadie puede desear lo malo para las futuras generaciones), y se concretasen en mensajes concisos, claros y sencillos, y les aseguro que esto es posible. La lengua es un sistema semiótico con una extraordinaria capacidad para transmitir información, para expresar sentimientos y para crear belleza, pero, al mismo tiempo, es un instrumento que puede ser el origen de horribles enfrentamientos (también las guerras empiezan por la palabra), y es esta enorme capacidad estética pero también destructiva la que justifica la necesidad de formar a toda la ciudadanía, jóvenes y no tan jóvenes, conductores de guaguas, personal sanitario, agricultores, abogados, jueces y periodistas para que se aprovechen de sus muchos beneficios, pero también para evitar ser perjudicados si no se posee la capacidad de analizar e interpretar críticamente los muchos mensajes tendenciosos, de delicada apariencia tal vez -así son los eufemismos-, que elaboran los que a toda costa en lugar de gobernar se obstinan en mantener el control del poder.

Son muchos los eufemismos mendaces (“cero energético”; “restricción de la movilidad nocturna”; “servicios de impermeabilización fronteriza”, por citar algunos recientes) y los tópicos (“el covid ha venido para quedarse”; “como no puede ser de otra manera”) con los que se intenta ocultar la realidad o distorsionarla, aunque a veces el problema lingüístico que origina el enfrentamiento es debido a la ignorancia y consecuente falta de responsabilidad de los emisores que no fueron capaces de asesorarse convenientemente. Así, observo la machacona insistencia de resaltar como uno de los aspectos negativos de la nueva ley de Educación el hecho de que el español o castellano (denominaciones de la lengua que utilizaré como sinónimos) haya perdido su condición de lengua vehicular en Cataluña, porque el caso es que el español en aquella comunidad no tiene (o no debería tener) ese carácter, pues allí es lengua materna y lengua oficial, junto con el catalán, de un gran número de sus hablantes; y si se detectara que la deseada situación de bilingüismo no fuera total, por más que a la reconocida nacionalidad se la considere bilingüe, lo que habría que hacer es arbitrar las medidas necesarias en el sistema educativo para hacer realidad los deseos de la mayoría expresados en la Constitución española: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla” (art. 3.1.), y prescribe, además, que “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos” (art. 3.2.). De modo que, según el precepto constitucional, español y catalán, en este caso, son lenguas oficiales en Cataluña, y todos los catalanes tienen el deber de conocerlas y el derecho de usarlas.

Ni falta hace, pues, que ni al castellano ni al catalán nadie venga a atribuirles una condición (la de ser lenguas vehiculares) que no poseen ni que necesitan tener, aunque alguien en algún momento, ignorando lo que decía, tal vez con buena intención, se la haya otorgado. Porque una lengua vehicular, lengua franca o lingua franca, que lo mismo son, es la que sirve de comunicación entre grupos de personas de lengua materna distinta, como aparece definido en el propio diccionario académico (s.v. vehicular2). No necesita el español ni el catalán en Cataluña, ni al gallego en Galicia ni al eusquera en el País Vasco que se las considere lenguas vehiculares, pues no existe mayor estatus para una lengua que su pleno reconocimiento como lengua materna y lengua oficial.

El español sí fue lengua franca o vehicular –por si deseamos seguir profundizando en el concepto– a mediados del siglo XVI en los Países Bajos, cuando el duque de Alba estaba al frente de tropas con una “composición multinacional, que incluía soldados de cinco naciones –Alemania, Borgoña, Inglaterra, Irlanda, Italia– además de valones y holandeses. Cada una de estas unidades nacionales era comandada por oficiales que coordinaban sus acciones utilizando como lengua franca el español, que también era la lengua en que las autoridades locales despachaban con las españolas” (Francisco Moreno Fernández, La maravillosa historia del español, Barcelona, Espasa, 2015, p. 147).

Ha habido otras lenguas francas a lo largo de la historia, como el sabir, que utilizaron, allá por el siglo XIV, los marineros y pescadores del Levante español, del norte de África, de Italia o de Turquía, y que encontramos descrito en el Quijote (cap. XLI): “Lengua que en toda la Berbería y aún en Constantinopla se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca ni castellana ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual nos entendemos todos”.

Es muy reconocida en la actualidad como lengua franca o lengua vehicular el swahili o suajili, hablada sobre todo en Tanzania y Kenia, y en otras zonas de África Oriental, lengua que, según algunas estimaciones, la utilizan entre los 120 y 150 millones de personas cuyas lenguas maternas son otras.

Hoy, la lengua inglesa que, como el español, es otra de las grandes lenguas internacionales (la tienen como lengua materna un buen número de países), se ha convertido en la lengua franca o vehicular allí donde se reúnen hablantes que no comparten un mismo idioma materno, aunque desde esta perspectiva de lengua franca, como instrumento útil de comunicación para no nativos, se ha convertido en una norma simplificada y empobrecida en la medida en que ha dejado a un lado las particularidades de cada área anglófona, que la enriquecía notablemente.

Y esto es una lengua vehicular: ni el inglés es lengua vehicular para sus hablantes nativos, del mismo modo que ni al español ni al catalán debe considerárseles así allí en donde ya son lenguas maternas (y oficiales). Espero que no se me diga ahora, para dar otro sentido al término, que por encima del consenso idiomático se encuentra la voluntad del legislador, que en este caso, suprimiendo este confuso y manipulado concepto de lengua vehicular ha dejado el camino libre para interpretar lo que realmente dice el texto de la Constitución: castellano y catalán, gallego y castellano, eusquera y castellano son lenguas oficiales en sus respectivos territorios, en los que sus ciudadanos tienen el deber de conocerlas y el derecho de usarlas; y de ahí se deduce que el fin último de este artículo constitucional es conseguir la situación de bilingüismo real que en estas comunidades debería existir. Tampoco nos vendría mal que el sistema educativo promoviese el conocimiento y difusión de esas otras lenguas españoles (catalán eusquera y gallego) a todos los rincones de nuestro país.

De modo que, si alguien creyó que suprimiendo la atribución de lengua vehicular al castellano lo estaba rebajando de categoría, andaba algo equivocado, pues al considerarlo como tal se enfrentaba de plano con la norma superior, que es la Constitución, además de incurrir en una soberana estupidez al renunciar al enorme patrimonio (y privilegio) que supone tener al español (una lengua internacional de más de 500 millones de hablantes) como lengua materna y oficial de una comunidad.