Repetido cientos de veces en el último mes en noticias y artículos es esto de la segunda ola referido a la actual pandemia. Aunque ni la covid-19 ni la situación actual son la pandemia gripal de 1918, en aquella también se dio un rebrote otoñal terrible. La historia no se repite. Pero el pasado ayuda a la comprensión del presente, así que vamos a él de nuevo, por si algo nos suena o de ello aprendemos.

En la tan citada y mal llamada gripe española (The Spanish Lady) de 1918 hubo una segunda ola que sucedió, lo mismo que esta, a principios de otoño, cuando se esperaba que ocurriera, tal vez, más entrado el frío invernal. Se adelantó y en octubre-noviembre la gripe brotó con fuerza inusitada.

El retorno de los soldados portugueses de la guerra y de los trabajadores temporeros españoles de la vendimia en Francia contribuyó, aunque hubo más causas. El ferrocarril se convirtió en un distribuidor de la enfermedad. Hasta llegaron a prohibirse las paradas intermedias de los trenes que atravesaban España, con lo que muchos enfermos morían en los vagones antes de llegar a destino. Otras circunstancias coadyuvaron a su expansión y virulencia.

Las malas condiciones sanitarias, el hacinamiento en las ciudades invadidas por gentes en busca de trabajo, los campamentos militares masificados y sin medios higiénicos, el desconcierto de las Juntas de Sanidad o Socorro, los pocos y mal dotados establecimientos hospitalarios locales y los escasos efectivos médicos, allí donde los había, fueron combustible para el mal.

En la primera ola, en mayo de 1918, después de las fiestas multitudinarias de San Isidro, Madrid sufrió las consecuencias por ser nudo central de comunicaciones. Casi ni se lo creían. La gripe (influenza, como se la conocía desde antiguo) fue objeto de chascarrillos y chistes. Pronto mostró su peor cara y no solo aquí. Por las trincheras de la Europa sumergida en la Gran Guerra los soldados fueron los más afectados.

Aunque es probable que el origen estuviera en un campamento de Kansas (USA) y que el más de millón de efectivos americanos desembarcados en Europa la trasmitiera, el culpable se buscó fuera. La guerra imponía su ley. Se acusó a los trabajadores chinos, los coolies, importados para salvar la economía francesa. La enfermedad se utilizó como arma de guerra; los aliados acusaron a los alemanes, pero todos tuvieron buen cuidado en eximir a las exhaustas, mal equipadas y hacinadas tropas de la guerra, combatiendo en zanjas inmundas, por temor a deserciones y disturbios en medio de un conflicto pródigo en el uso de armas químicas letales.

Así que cuando la España neutral aireó en la prensa la existencia de la gripe maligna tuvieron el chivo expiatorio perfecto y el apodo de gripe española o The Spanish Lady se impuso. Poco importaba la verdad que es lo primero que muere en la guerra. La Primera Guerra Mundial tocaba a su fin y los movimientos de tropas, antes ya del armisticio de noviembre, habían extendido la enfermedad por suelo europeo y a través de viajes y del retorno de los soldados, volvió a América y afectó a países lejanos y ajenos hasta entonces como Australia. La influenza, vieja conocida, regresaba cada poco desde su identificación en la Edad Media.

En el siglo XVI fue terrible y hasta mató a la reina Ana de Austria, cuarta mujer de Felipe II. Están investigados episodios gripales graves entre nosotros en los siglos XVIII y XIX, compitiendo con el tifus y el cólera, estos más mortíferos. Don Benito Pérez Galdós (1843-1920) había conocido bien la de 1889, que le marcó: “que no es cosa de broma la tal gripe”, “no la debemos desear ni a nuestros mayores enemigos… Los organismos débiles corren grandísimo peligro… Puede llegar a ser, transformándose, uno de los demonios más malos que afligen y destruyen nuestra flaca naturaleza”. Narraba la calamidad del Madrid enfermo, arruinado y triste de aquella Navidad que contabilizaba cientos de muertos diarios.

Lo que Galdós describió el 2 de enero de 1890 se repitió en mayúsculas entre 1918-19. Antonio Maura, jefe del gobierno desde la primavera del 18, pretendía cerrar las heridas de las luchas obreras del año anterior. La paz social no fue posible. Carestía, escasez, revueltas y huelgas se sucedían, así que para no excitar más al desánimo se minimizó el peligro sanitario. Y a ello cooperó la gracia local. El brote se convirtió en objeto de mofa. Triunfaba la zarzuela La canción del olvido y el trancazo fue el soldado de Nápoles, popular tema central, porque ambas, canción y gripe, eran pegadizas. Surgieron bulos: que se debía a los gases de las obras del metro, a la importación de harinas o a la aspirina invento diabólico alemán.

Los remedios populares eran foco de propagación: café, fumar, ron, cama, visitas de amigos en casa, bien cerraditos y calentitos. Regiones poco castigadas en primavera, sufrieron la segunda ola. Si en agosto pareció amortiguarse, dos meses después los movimientos de tropas africanistas, los soldados de vuelta a casa, el retorno de los temporeros, las huelgas e incluso las fiestas religiosas y las misas multitudinarias para conjurar la peste, la propagaron por pueblos y ciudades. La situación se volvió calamitosa.

El ministro Eduardo Dato, el propio rey Alfonso XIII (aunque se negó), los ministros García Prieto o Pidal enfermaron. El presidente Maura tuvo que reconocerlo. Una hija suya se sumó a las víctimas. Medidas que habrían surtido efecto (desinfectar calles, controlar corrales urbanos, cerrar cines, teatros, cafés, prohibir fiestas o extremar la limpieza) no se adoptaron por impopulares. Los pocos médicos y algunos voluntariosos lucharon como como héroes por dar alguna atención. Octubre fue el mes más aciago en España y en Europa. Se cerraron las fronteras para “procurar que no entraran en España extranjeros enfermos o sospechosos de enfermedad”.

El desconcierto cundía y el malestar político fue en aumento. El Congreso de los Diputados tuvo que abordar el tema al menos en diez sesiones distintas entre octubre y noviembre. El debate del 23 de octubre sobre el estado sanitario de España fue particularmente intenso. El ministro de gobernación, marqués de Alhucemas, tuvo que responder a diputados de todo el espectro (De la Cierva, Besteiro, Largo Caballero o De las Alas Pumariño) sobre un asunto que se llevaba muchas vidas. El tono de enfado fue en aumento a la par que las víctimas. Se reclamaron remedios urgentes. Se daban dramáticas cifras de afectados y muertos sin recursos en lugares grandes y pequeños; y en los cuarteles no había ni recuento de los «enfermos y fallecidos y no sabían cómo cortar el mal», hasta se quiso parar la instrucción o demorar la licencia.

Era un clamor “la indefensión absoluta en que se encuentra España, no solamente delante de las epidemias inevitables, como la que acabamos de padecer, sino de otras que son absolutamente evitables y que podrán caer produciendo desastres”. Eran precisas sanidad programada e investigación moderna. Se denunciaba que «muchos alcaldes no han comunicado a los gobernadores la existencia de la epidemia de gripe para evitar… tener perjuicios materiales». Se reconocía el valor de “médicos libres, víctimas de la infección gripal, que fueron contagiados ayudando a los médicos titulares en su misión”. Y que según datos ciertos “llegan a doscientos los guardias civiles que sucumbieron en el cumplimiento de su deber, contagiados de gripe”.

A principios de noviembre la Gazeta había publicado “una lista de los sueros, medicamentos y desinfectantes más indispensables en el tratamiento de la gripe (la aspirina entre ellos)” que recibió críticas. A finales del penúltimo mes del año voces del Congreso declaraban que “todavía estamos sufriendo las amarguras de la gripe que, con carácter epidémico, venimos padeciendo desde el principio del otoño”. Aunque –diríamos hoy– se iba doblegando la curva, la cosa no estaba arreglada.

De enero a junio del 1919 hubo una «tercera ola» atenuada, y se pedía “una relación de los médicos… que deseen prestar el servicio de asistencia a los pueblos invadidos por la gripe”. En los trece meses que estuvo presente en España The Spanish Lady se estima que provocó 270.000 defunciones. En el mundo 50 millones, una cifra en revisión al alza. De ella se extrajeron enseñanzas a fuerza de dolor: la necesidad de previsión, seguridad general, sanidad de calidad y una investigación bien financiada.

En palabras de don Benito Pérez Galdós, en este año de su centenario, que pronto podamos “ver alegría en todos los semblantes…. porque hoy el divertirse es cosa de necesidad”. Y también cura.