Prometo que lo que voy a contar es completamente verídico. Fui testigo de un acto honorable, heroico y digno de los insignes próceres de nuestra tierra. Todo comenzó en una sombría mañana de octubre, cuando los árboles se sacuden las hojas para abrazar el día. Mi experiencia, la que viví ese día de lluvia fina, pretende ser una oda al héroe caballeresco, al estilo de Amadís de Gaula al que quiso imitar. Su obra fue propia de Hércules, Aquiles, Héctor, Ulises o Eneas combatiendo a la hidra. Sin embargo, para otros pudo ser un Quijote, que pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero para enfrentarse contra los molinos que solo él veía. Y a manera de los castillos medievales de los templarios, que protegían a territorios y siervos, nuestras guaguas públicas en tiempos de pandemia requerían la lealtad de hombres y mujeres bregadas en el arte de la cruzada. Y ahí estaba yo, como Plinio “el viejo” en la invasión romana en Germania, siendo testigo privilegiado de un acto que pasará a la historia de nuestra época. El heroico caballero, sin ballesta ni pica, pero con fe, justicia, templanza y humildad como armas invencibles, retó al villano que osó entrar a sus dominios con la mascarilla debajo de la nariz. Hombre de complexión delgada que rondaría el medio siglo de edad y, por lo que supe de él, un gran amante de los libros de caballería a imagen y semejanza de Don Quijote de la Mancha. Tal fue el parecido, que desató su locura hasta el punto de creerse caballero. No se recordaba hazaña comparable, sin parangón de ningún tipo, pero el valeroso conductor ordenó al pasajero la correcta colocación de la mascarilla so pena de expulsión. Rostros de sorpresa en el pasaje, con algún que otro aplauso por tan extraordinario acontecimiento en el territorio donde cumplir la norma es la excepción.

Triunfaría así su prestigio en cuentos de todas las lenguas y lugares. Su osadía era tan inusitada, que, cansado de vencer dragones y ogros de cuento en cuento, decidió probar su valía en el mundo real y cumplir con las medidas sanitarias en estos tiempos de peste. Regresé de mi ensoñación para contarlo al mundo, ofreciendo este ejemplo a cuantos encontraba para liberarlos de tal sana costumbre. Versaría la gesta de tamaña magnitud para que su ejemplo cundiera entre sus iguales. Así, el caballero, armado con una gran sonrisa tras su éxito, intentaría formar un ejército de libertadores conductores de guaguas que siguieran su paradigma. Y fue tan real como lo cuento, que valeroso caballero llamó al orden para cumplir y hacer cumplir la promesa de defender las medidas sanitarias por el bien de su pueblo. Como de la épica solo se conoce aquello que fue recogido por escrito, me vi casi en la obligación moral de narrar, no sin verso de cantar de gesta, que fui atestiguante del intrépido campeador.

Pero ese mismo día, en la calesa de vuelta, los villanos vencieron, y quizás de casualidad o dejadez, la enseñanza del campeador no se contagió como buen virus entre sus iguales, y las mañas y costumbres de los irresponsables se volvieron a imponer. Y la estación y las guaguas públicas volvieron a ser, por la irresponsabilidad de unos pocos, un territorio poco seguro frente a la peste. Y con esto cumplí con mi deber de contar hazaña, con el privilegio de haber sido el primero que gozó de ser refrendatario de la proeza, pues no ha sido otro mi deseo que poner en solfa las disparatadas historias de los libros de caballerías.

@luisfeblesc