Ana Oramas es la reserva espiritual del españolismo canario. Que sea diputada al Congreso por un partido que se define como nacionalista y saque a pasear la bandera de las siete estrellas verdes en las fiestas de los pueblos es solo una suerte de accidente biográfico. Lo que de verdad representa Ana Oramas para las decenas de miles de tinerfeños que la votan es la canariedad: un vínculo casi sagrado con la tierra insular que le vio nacer a uno (no a mí, que soy normalmente un godo y a ratos un peninsular, sino a ella) y también la reivindicación de un trato si no solidario al menos justo, de la patria grande hacia el almendro de Estévanez, que aquí no somos más que nadie pero tampoco menos.

En fin, que si alguien tan rematadamente proespañola, constitucional y monárquica como la señora Oramas se convierte en un remedo criollo del demonio de Tasmania y amaga con un retorno a los viejos tiempos mpaiacos, aunque solo sea como ejemplo de lo que haría falta para que el gabinete del señor Sánchez despierte y reaccione, es que la cosa se está poniendo de verdad explosiva.

Lo que doña Ana proclamó ayer de puntillas, elevando la voz y sacando pecho (dicho sin segundas, que ahora hay que advertirlo todo), es que lo que ocurra y ocurre ya en Canarias no le importa una higa a este Gobierno, y que a quienes mandan en esta región -ayer los colegas de doña Ana, hoy los mismos socialistas y podemitas que en Madrid- pues Madrid no les hace ni pastelero caso. Excepto, claro, que haga falta el voto disputado de uno (o dos) diputados. Ana Oramas dice lo que piensan (pensamos) la mayoría de los canarios, godos asilvestrados incluidos: que en apenas dos años lo que era distancia se ha convertido en lejanía, lo que era desidia es ahora abandono, y lo que era asombro por la desatención está por convertirse en rabia. La rabia de ver como el Gobierno de Sánchez trata a las islas cono si fueran un predio colonial al que se viene de asueto en La Mareta, o para hacerse fotos paseando por un muelle atestado de africanos, del que luego no se es capaz siquiera de pronunciar el nombre.

El martes, ese ministro engreído y pequeño que es Marlaska, volvió a demostrar su soberbia, ordenando abandonar a su suerte a más de dos centenares de magrebís llegados irregularmente a las islas, solo para demostrar que él podía hacerlo. Fue una decisión rencorosa y mezquina, para demostrar su autoridad al presidente Torres, después de que este dijera en sede parlamentaria (y con toda la razón) que Marlaska no sabe de lo que habla cuando dice que en ese muelle cuyo nombre no conoce, los inmigrantes irregulares sólo permanecen las 72 horas que marca la ley. Una ley, por cierto (y dicho también sin segundas intenciones) que ha demostrado ser completamente inútil para hacer frente al problema de la emigración.

La soberbia desatada de Marlaska y la pasmosa inutilidad de su representante en las islas –el palmero Pestana– es intolerable. No lo es porque lo digan la canaria Oramas, o la gallega Vázquez en el Congreso, o Clavijo en el Senado.

Lo es porque entre el Gobierno, Marlaska y la Delegación, están logrando despertar la sospecha de que a España le conviene convertir las islas en otra prisión a cielo abierto para emigrantes. Otra Lampedusa, otra Lesbos... otra tierra más, sin futuro para miles de seres humanos abandonados a su suerte: la tierra de Arggggg... guineguín.