En los años en que ya fui periodista a tiempo completo, Ernesto Salcedo, el director de EL DÍA de entonces, me hizo un encargo endiablado, que saqué adelante porque la vida me hizo más osado que inteligente. Se trataba de sustituir a un gran periodista, Gilberto Alemán, que por entonces quiso estar un tiempo en Venezuela. Reinaba Franco, el dictador que lo veía todo, cuyos ojos eran los de la policía y los gobernadores civiles. Gilberto Alemán era un gran cronista, informadísimo, al que le iban a la vez los asuntos municipales y los asuntos culturales. Era un conversador formidable, que atendía además a todas las conversaciones que había alrededor. Su curiosidad era omnímoda y voraz, de modo que, al tiempo que escribía con la velocidad de una moto, atendía a lo que se producía en la Redacción e intervenía, cuando sentía que era su turno, en lo que se estuviera diciendo alrededor.

Era, como muchos de los periodistas a los que conocí entonces, un hombre que conocía a todo el mundo, y de todo el mundo tenía algo simpático, o dramático, que decir. Por eso la página que llevaba, exactamente a la mitad del periódico, estaba llena de variedades sobre el mundo, entonces tan atractivo o misterioso o aburrido, de Santa Cruz. Ya he contado aquí alguna vez que Alexander Humboldt, el científico más famoso que pasó por la isla de Tenerife (y por la de Gran Canaria) a finales del siglo XVIII, tiene en Viaje a las islas Canarias una definición de los habitantes de la ciudad que valía para entonces y me temo que puede servir para estos tiempos. Según este señor de los viajes, Santa Cruz estaba lleno de tenderos que, detrás de sus mostradores, estaban deseando que no entre nadie a comprar, para mantener así el sosiego que esperan de la vida.

Pero Gilberto Alemán le daba a la ciudad el carácter que él también tenía: vivaz, alerta, así que sacaba noticias y personajes de debajo de las piedras. Sustituirle como cronista de la ciudad era un riesgo cierto, en cuya tarea me acompañó de manera decisiva mi amigo Julián Ayala, de quien siempre admiré su escritura y su sentido del humor, del que a mucha honra fui víctima. Es Julián una de las personas más irónicas e inteligentes que he conocido; entre otras cosas, entonces me ayudó a dudar de todo para llegar a lo que entonces yo creía entender que era la verdad. Así que con ese bagaje me dispuse a trabajar la ciudad como si yo mismo fuera, igual que Humboldt, un explorador caído del cielo, que en mi caso era el Puerto de la Cruz. La calle de la ciudad (la sección que hicimos Julián y yo se llamaba La calle actualidad) tenía todo tipo de atractivos, entre ellos sus personajes inolvidables, estrafalarios o pícaros, que saltaban a la vista en cuanto anochecía, o que se ofrecían con su pintoresquismo enseguida que les tirabas de la lengua.

Cuando tuve algo de experiencia con la calle poblada de la ciudad quise saber de sus secretos o de sus tristezas. Recuerdo que entrevisté, por ejemplo, a un cartero, por saber qué pensaba de la vida. El cartero sabía que hablar le podía costar algún disgusto, no porque él fuera a hacer alguna denuncia que le amargara la vida a otros y, con más seguridad, a sí mismo. Así que me pidió que no le retratara (yo también hacía las fotografías) de frente, sino que lo hiciera de espaldas, de modo que se viera tan solo su cartera. Como la policía (de Correos) no era tonta, se fijó en la cartera, y dio al fin con la identidad del pobre funcionario, que recibió una reprimenda que estuvo a punto de costarle el empleo y el sueldo. Algún milagro lo salvó de la ruina, y eso constituyó para mi un enorme alivio.

Lo más misterioso que me ocurrió en aquel entonces tuvo que ver con la pobreza. Por entonces, y no solo por entonces, Santa Cruz era (como todas las ciudades o los pueblos de la época y, ay, de ahora mismo, en nuestras islas y fuera de ellas) escenario de la desigualdad que dominaba los semblantes de muchos de los habitantes. Y por supuesto que había, en rincones y a la vista, escenas graves de pobreza, que decidió contar y retratar.

El texto (una sección tan breve que se titulaba Cinco minutos) pasó entonces sin pena ni gloria, como suele suceder con lo que se escribe en los periódicos que no roza el delito o el escándalo, o el escándalo que causan los delitos. Pero fue un texto con espoleta muy retardada.

Al cabo de unos meses ya esa sección se ocupó de otros asuntos, incluyendo derivaciones de aquella situación de hambre u otras calamidades que se podían observar en zonas de la ciudad a poco que te pusieras a mirar. En esa época se me ocurrió viajar al extranjero, y pedí el correspondiente pasaporte. Los hasta entonces solícitos policías nacionales empezaron a darme largas, hasta que el comisario, que participaba del buen trato general habido hasta entonces, me echó de su vista con muy malos modos. No tenía por qué pensar que eso tuviera que ver con problemas habidos con mi solicitud, aunque algo debía pasar porque al fin me extendieron uno con una limitación peculiar: el documento sólo servía para viajar una vez, ida y vuelta.

Pasaron los años, entramos en la época democrática, y ya entrados en los noventa del último siglo supe el origen de aquella extraña requisa de la entrega de un documento que entonces ya no se hacía tanto de rogar. Un amigo, escritor leonés, estuvo buscando en la correspondencia de un gobernador de Franco, Antonio del Valle Menéndez, enviado a la isla por su cuñado, el ministro de la Gobernación (y luego breve presidente del primer gobierno de la monarquía), Carlos Arias Navarro. Y descubrió una carta que me concierne. Llevado de un celo excesivo a todas luces, el cuñado le envió al entonces director general de Seguridad esta recomendación: absténganse de otorgar pasaporte al infrascrito, porque es un izquierdista reconocido que se ha atrevido a hablar de imágenes de pobreza en Santa Cruz.

¿A qué viene esto?, dirán los queridos lectores. Pues a que ahora observo que autoridades en ejercicio sienten la misma inclinación a desterrar de la capital de la isla de Tenerife la funesta manía de describir lo que en estos tiempos ocurre con las actuales consecuencias dramáticas de la desigualdad. Lo digo como lo siento, y lo siento muchísimo.