Después de visitar la exposición de Padylla en el Parlamento de Canarias uno se retira con la convicción de que para el joven maestro la viñeta satírica, más que una crítica acerada, más que la editorialización humorística, es un acto creativo en defensa propia. El lector –porque en las viñetas de Padylla las palabras y el dibujo se fusionan en un solo texto– establece una inmediata complicidad con el dibujante, hermanastros puteados por políticos que, en el mejor de los casos, son el mal menor. Aunque su humorismo es más complejo y exigente, queda la impresión de que lo que dibuja no son caricaturas, sino retratos. No es que los protagonistas parezcan machangos: es que lo son. Nuestros entrañables y extreñibles machangos. A los que votamos y a los que pagamos el sueldo. A los que elegimos libremente para ser estafados porque, según la máxima de Padylla, pura sabiduría estoica, “los gobiernos se pueden agrupar en dos: los que te han decepcionado y los que te van a decepcionar”.

Es así como Padylla ha creado un modesto pero vivaz universo de machangos más o menos impresentables que cuestiona los discursos políticos imperantes, que son los de siempre y están basados en la doble moral, la doble verdad y la doble contabilidad de la política sórdida o de la sordidez politizable, siempre bajo la obscena coartada del bien común. Es curioso. Un político tolera que lo caracterices como un cínico, pero no soporta que lo presentes como alguien ridículo. Todos los grupos parlamentarios han esgrimido una viñeta de Padylla contra sus adversarios. Un ejercicio idiota y prescindible, algo así como arrojar ciegamente, cubierto de melaza, plumas contra el viento. Nunca un político se parece tanto a un machango de Padylla como cuando pretende utilizar a Padylla agitando la fotocopia de una viñeta desde su escaño.

Los lectores son otra cosa, pero casi igual de terribles. Gracias a los lectores existes, pero se toman el derecho de sentirse decepcionados cuando no te ríes de quien, según su recto y objetivo criterio, debes hacerlo. Padylla no se ha visto libre de ser señalado un humorista infiltrado por los oscuros poderes que lo controlan todo. Con lo gracioso que era cuando se metía con Coalición y ahora la tirria que le ha cogido al PSOE y viceversa. O esa otra modalidad de la idiotez impertinente: ¿por qué no se ríe usted de esto, que es gravísimo, espantoso, indignante? No, dentro de una semana no, hágalo ahora, lo voy a esperar, y hágalo con gracia. Para evitar todas estas contaminaciones, Padylla ha procurado el anonimato que, en su caso, es otra evidente señal de talento. Ahora se ha vuelto famoso, pero intenta ser cordialmente invisible. Su bonhomía no es incompatible con una lucidez chispeante y maliciosa, falsamente ingenua y sarcástica, lastimada y burlona, escéptica y, contadas veces, muy harta, realmente harta, harta del todo, como si esta machangada fuera ya y para siempre incorregible. Una lucidez que necesitamos a diario para sobrevivir a nuestro cansancio, a nuestra incredulidad, a la melancolía extenuante sin una sonrisa machanga que echarse a la cara.