En mi calle –en pleno centro de Santa Cruz– lleva abierto treinta años un pequeño local, entre bar y cafetería, ni demasiado atractivo ni demasiado infecto. En los felices tiempos pre Covid servía, por la mañana, cafés y desayunos; por las tardes, cerveza, whisky y algún licor que otro. El propietario había instalado, previa licencia municipal, una diminuta terraza donde apenas cabían tres mesas apretadas unas contra otras. Cada tarde se reúnen los contertulios habituales. En las tres mesas de madera se llegan a apelotonar una decena de personas. Ninguna lleva mascarilla. Desde la reapertura del local, ha encajado una mesa entre la barra y la salida del establecimiento. Ahí, como perejil en maceta, cuatro jubiletas juegan a las cartas. Tampoco llevan puestas las mascarillas. Se toman un juguito o una ginebra cada hora, no van a estar poniéndosela y quitándosela. Solo la utiliza el camarero, salvo cuando se aleja unos metros del bar y le pega unas caladas rápidas al cigarrillo. Ningún vecino denuncia, porque les apena perjudicar al empresario, que estuvo a punto de chapar después del confinamiento y que paga a dos camareros a media jornada.

Hace dos o tres semanas saqué al chucho en un paseo tardío y terminamos cruzando el Parque García Sanabria. Alrededor de la fuente principal, un centenar largo de adolescentes pasaban las primeras horas de la noche. Entre 120 y 130 pibes y pibas que, en su mayoría, no llevaban mascarilla o la llevaban colgando, como si fuera el souvenir de una película de catástrofes. Lo sorprendente es que delante de sus narices estaba aparcado un furgón de la Policía Nacional y, en su interior, dos agentes charlaban de sus cosas. Nulo interés por el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Algún chico llevaba una bolsa de deportes, entraba por uno de los senderos y, acto seguido, seguían su pista cuatro o cinco amigotes. De la bolsa salía una botella de litro y medio de cubata y se pegaban discretamente el lingotazo antes de volver con la muchedumbre. Se hacía constantemente.

A poca distancia, en el Parque La Granja, ocurría algo parecido. El problema de La Granja es su escasa masa arbórea. Se esconde uno peor. Pero eso no es obstáculo para que, durante el fin de semana, estudiantes o parados se congreguen por muchas docenas, rían, se abracen, fumen y beban y se crucen de hostias, porque el Parque La Granja es ahora punto de encuentro de grupos camorristas que se enfrentan sin desdeñar las piedras, los palos y alguna ocasional arma blanca. Toda la vigilancia policial es una patrulla que pasa cada hora; a partir de las diez de la noche, cada dos. Todo el mundo conoce los horarios. Los pibes, también.

Si Tenerife padece la mayor tasa de contagios es por nuestra culpa, por esta indignante irresponsabilidad de una amplia minoría de tarados que pueden matarnos. No por los cuatro turistas que se aburren en el Sur, ni por los desdichados inmigrantes que llegan en pateras, sino por nuestra muy acomodada estupidez. Y por la patética insuficiencia de rasteadores. Y por unos cuerpos policiales que, en Santa Cruz y La Laguna, no están haciendo su trabajo. También en las fuerzas de seguridad, desde luego, se siente la presión asistencial. A la vigilancia y persecución del crimen se suma una pandemia. Pero eso no es excusa para los poderes públicos. O se actúa de una vez –más vigilancia, más persecución, más acciones punitivas– o en pocas semanas la pandemia se descontrolará en Tenerife.