Cuando yo era un crío, tres o cuatro años debía tener, vi a mi abuela cortarle a una gallina la cabeza de un hachazo: ella tenía gallinas en casa, y cuando había que hacer sopa, sacaba a una de su jaula y le cortaba el pescuezo. Para ella era algo rutinario y normal, parte de su trabajo diario en la cocina; para la gallina el final de una vida escarbando entre guijarros; y para mí fue un pasmo. No porque la gallina muriera, entonces no teníamos tantos remilgos con eso de palmarla, estábamos acostumbrados a ver ajusticiar conejos y otros animales de corral. El pasmo fue ver a aquel pobre bicho sin cabeza escaparse de las manos de mi abuela, salir corriendo por la cocina, agitándose compulsivamente y llenándolo todo de sangre hasta caer por fin en una esquina, después de lo que me pareció una entera eternidad. Nunca he logrado olvidar aquella escena terrorífica e imposible. Recordarla me provoca aún un desasosiego casi doloroso. Quien no ha visto un pollo sin cabeza corretear por una habitación no puede siquiera imaginar la mezcla de pavor y confusión que tal sinsentido produce.

Algo parecido es lo que siento desde hace meses ante algunas de las decisiones del Gobierno en relación con la pandemia. Parecen más propias de un Gobierno sin cabeza, que se mueve alocadamente sin saber dónde va o lo que busca, ajeno por completo al hecho de que aunque se mueva y agite, está ya muerto.

Quiero aclarar que no me refiero al Gobierno de Canarias, que ha decidido adoptar medidas excepcionales a partir de hoy viernes, ante la situación cada día más desmadrada de la pandemia en Tenerife. No voy a decir que las medidas me parezcan mal. Todo lo contrario. Lo que sí creo es que llegan tarde: la situación de la epidemia es peor en esta isla de lo que era cuando se decretó el confinamiento. Cierto que entonces la decisión fue de carácter nacional, pero es que la situación nacional ahora también es mucho peor que cuando Sánchez nos mandó a encerrarnos en casa. Supongo que ahora existe un cierto consenso sanitario y político sobre la necesidad de evitar un nuevo y más destructivo encierro, y también más conocimiento de cómo actuar para atajar los contagios sin provocar a cambio el absoluto colapso económico. Pero muchas de las medidas aprobadas ayer por el Gobierno, sobre todo las que no causan deterioro grave a la economía, podrían haberse puesto en práctica antes, y a mí me cuesta entender porque no se ha hecho así. Como cuesta entender los continuos cambios de criterio del Gobierno de la nación, las sorpresas a las que nos somete o la descoordinación que caracteriza sus movimientos.

Un ejemplo: con fecha de este miércoles, la ministra de Turismo contestó por escrito al senador Clavijo en un escrito con un cúmulo de vaguedades sobre actuaciones y decisiones del Gobierno en relación con la apertura de corredores seguros, demostrando su total y absoluto desconocimiento de las abracadabrantes medidas ‘quiero y no puedo’ que el mismo miércoles anunciaría el ministro de Sanidad. Es alucinante que la ministra de Turismo desconozca que el Gobierno va a cambiar su forma de tratar a los viajeros que entran en España. Y bastante absurdo que las propuestas de Sanidad ni incorporen ni tengan nada que ver con las aprobadas por las comunidades autónomas. Las decisiones inconexas de ese pollo sin cabeza que es hoy el Gobierno de España va a acabar provocando tanta confusión que al final no sabremos ni que es lo que quieren ellos, ni que se espera que hagamos nosotros.