En uno de sus ensayos, sugería Montaigne que la defensa del bien público podría justificar la mentira, la traición o, incluso, el crimen. En realidad, se trata de tres niveles de un mismo suceso que se alimentan entre sí y finalizan en el mismo sitio. Comenzando por lo que parece implicar el mayor grado de iniquidad, las sospechadas reglas de la mafia nos han enseñado que la decisión de dar la orden para la ejecución no es otra cosa que el resultado de asumir la prioridad del negocio con todas sus consecuencias. En el fondo, nada más que una simple vuelta de tuerca en las condiciones del intercambio, un capítulo avanzado en el material literario que analizará la politología. En su versión más cínica, puede que el progreso consista en el descubrimiento del crimen selectivo como medida de urgencia; rápida, limpia y silenciosa cuando se aplica de forma individual; ruidosa, brutal y definitiva cuando se pone en marcha tras una declaración de guerra. Como señala con rotunda claridad Don Lucchesi en El Padrino III, las armas no son otra cosa que un instrumento de la economía, la vía más directa e inmediata para resolver los conflictos, la llave que permite reajustar con precisión las desviaciones del mercado. En el escalón intermedio, la traición es un elemento indispensable del comercio, el motor que facilita el ascenso en la escala social y la clave para triunfar en los juegos de ventaja. En ambos casos, la mentira es la puerta de entrada, el primer gesto, la base germinal del proceso. Las manifestaciones habituales de los enfrentamientos políticos nos han enseñado que la discrepancia ideológica no se resuelve a través de la discusión, sino del trile. La estrategia más sutil para vencer al contrario es engañarlo, describir sus virtudes como si fuesen defectos, exagerar la fealdad de su maquillaje y magnificar la gravedad de sus crímenes. De hecho, las instrucciones para el debate se distribuyen cada mañana como argumentario canónico, en forma de un mapa esquemático y de lectura poco exigente. Con lo cual la pertenencia a la tribu simplifica los esfuerzos y garantiza el crecimiento dentro de la banda, mientras la sofisticación en el uso de la falacia refuerza los lazos identitarios y añade consistencia a la ideología. Hay mucho de manada en cada caso, un estilo de avanzar casi perfecto, a lo largo de sendas sinuosas, marcadas por trazos indelebles y sin el desgaste que acompaña al delirio del pensamiento. La mentira original se comporta como el sustituto del regazo materno, el claustro de acogida, el refugio que nos recuerda nuestros orígenes a partir del barro esencial. Las mentiras forman parte tan universal de la vida que sirven para inventarla como si se tratase de un relato imaginario; como si fuesen las partículas elementales con las que se construye y se desarrolla el discurso político. En ese contexto, si se las separa de una mirada ética, resulta difícil discernir si son perseguibles por ilegales o forman parte de la libertad de expresión.