Ya he dicho a mi gente cercana que debí empadronarme en Chicago, Illinois, para poder votar a Kamala Harris y así entregar mi confianza política a alguien verdaderamente merecedora de mi admiración. Lo cierto es que el Partido Demócrata de los Estados Unidos de América produce mucha envidia: desde Pete Buttigieg a Bernie Sanders, de Cory Booker hasta Elizabeth Warren, pasando por Bill de Blasio, Alexandria Ocasio-Cortez y Beto O’Rourke. Todos universitarios, con trayectoria profesional previa y una exquisitez absoluta como oradores.

Entre ellos brilla Kamala Harris, que en menos de veinte años ha sido Fiscal de Distrito en San Francisco, Fiscal General de California y la segunda afroamericana en el Senado de los Estados Unidos. Ya había despuntado desde 2008 como uno de los perfiles con potencial para ser primera presidenta de los Estados Unidos. Aquellos augurios se equivocaron por bien poco.

De impoluto blanco, el color que simboliza la protesta silenciosa de las mujeres demócratas en política contra Donald Trump, y con la corbata de lazo que tantas veces usó la precursora Margaret Thatcher, Harris fue más inspiradora que nunca en su alocución inicial junto al presidente electo, Joe Biden: “Seré la primera mujer vicepresidenta, pero no la última”. Tras agradecer a sus votantes que durante cuatro años se manifestaran “por la igualdad y la justicia, por nuestras vidas y por nuestro planeta”, les felicitó por el claro mensaje que se lanzó en las elecciones americanas: “Eligieron esperanza, decencia y verdad”.

Esa firmeza en el discurso, la determinación con que camina, su mirada inteligente, todo en ella transmite ganas de ir mañana a tu trabajo a comerte el mundo… Pero era un sueño. Vivo en España, donde el gañán y el culichichi son más valorados que el profesional, donde el auxiliar administrativo tiene que opositar para ser funcionario, pero hay dudas ciertas sobre las tesis doctorales, las licenciaturas y los currículos de quien nos gobierna u opta a hacerlo.

Aquí, mi Gobierno lidera un plan contra las fake news. El Ministerio de la Verdad, lo llaman algunos, como si fueran pocos los veintidós actuales. Al parecer, a golpe de decreto pretenden fortalecer la libertad de expresión, examinando el pluralismo de los medios de comunicación. ¿Quién vigilaría la veracidad de las noticias? Obvio: Una estructura dedocrática dominada por la Secretaría de Estado de Comunicación, dependiente del presidente del Gobierno.

Cacicada, totalitarismo, denuncias. Así lo define la oposición, donde tampoco veo referentes de coherencia. El Gobierno se defiende, paternalista, diciendo que busca protegernos (al vecino, se entiende) de ataques externos, que no es cuestión de ideología, y que la libertad de información y de prensa no se tocan. “Es que la orden ministerial no se ha explicado bien”, he llegado a oír. A estas alturas hay que explicar el Boletín Oficial del Estado. Este es el nivel.

Entonces, hago mías las palabras de @marselinouu, un tuitero que cuenta cosas con mucho sentido, cuando añora los tiempos en que éramos una anodina democracia, cuyo único hecho político relevante era el especial de fin de año a base de gazapos en el Congreso de los Diputados, cuando no sabíamos el número de ministerios, ni qué es un jefe de gabinete. Yo añoro, como él, las épocas en que ni Dios conocía al concejal de Cultura de Madrid.

Los españoles, dice, vivimos anclados en un momento histórico inusual: “Lo que al principio parecía interesante por excepcional e irrepetible, ya empieza a cansar”. Como ciudadano, no me importa el nombre del director general de no sé qué. Solo le pido que trabaje y que no surja del nepotismo y el servil peloteo. Quiero a mi antigua Españita, que me la han robado.

O lo mismo me empadrono en Chicago para poder votar en 2024 por Kamala Harris.