En el prólogo del libro Historias de El Médano y El loco de la playa del doctor González Bethencourt, el director de EL DÍA recuerda las cuatro horas de viaje desde Santa Cruz hasta aquel pueblo cuyo nombre significa bancos de arena a flor de agua. Ese trayecto que podemos hacer hoy en cuarenta minutos nos llevaba a un lugar con encanto lleno de recuerdos de adolescencia, que el autor de este relato de relatos me ha hecho revivir.

En los veranos de los años sesenta del siglo pasado los hermanos Ramos esperábamos ansiosos la llegada del mes de agosto. Después de la llamada de tía Fe invitándonos a pasar unos días en Kertulakito, mansión propiedad de tío Enrique, comenzaban los preparativos para el viaje desde La Laguna a aquel caserón situado en una loma equidistante entre Montaña Roja y la plaza de El Médano.

Un relieve de azulejos en la entrada principal de esta enorme vivienda daba nombre al lugar y estaba formado por tres grupos de once letras. Ker, seudónimo de don Enrique, militar de alto rango padre de nuestro tío; la terminación del nombre de su segunda esposa, Tula, y el diminutivo con el que llamaban a su hijo, Kito. El sonido de esta palabra pronunciada sin pausas -kertulakito- trae muy buenos recuerdos familiares de una época que nos evoca el libro de don José Vicente González Bethencourt.

El viaje hasta El Médano comenzaba en el hogar familiar de Consistorio 12, cargando el Austin A-40 de mi padre con fiambreras llenas de croquetas, pan de lata, bizcochón, leche condensada y un bote de Nescafé, droga blanda indispensable en los desayunos. Todos estos productos eran necesarios para sobrevivir en Kertulakito, lugar donde el alumbrado era a base de quinqués y la comida se calentaba sobre un camping gas. La ruta discurría por la carretera de La Esperanza hasta el cruce de Boca Tauce, bajando por una pista de tierra hacia Vilaflor para divisar Montaña Roja al llegar a San Isidro, lo que indicaba que solo quedaban quince minutos hasta llegar a nuestro destino. Allí nos esperaba tía Fe para organizar la distribución de las habitaciones con sus correspondientes catres.

A la familia numerosa de los Ramos se añadían casi siempre primos y amigos, lo que en ocasiones producía overbooking en los camastros, situación que se solucionaba con un sorteo para la asignación de colchones inflables y una pequeña balsa neumática. En agosto de 1965 no hubo rifa de camas debido a que solo se necesitaba una plaza, que me fue adjudicada sin mediar palabra al ser el mayor de la prole. La lanchita de goma fue mi lecho aquella noche, con un calor insoportable de tiempo sur, que convirtió el pequeño habitáculo en una especie de horno anfibio. Pero mi venganza ante tal injusticia sería terrible.

La jubilación es momento de confesiones y hoy me acuso de aquella trastada. Cuando todos dormían me levanté sigilosamente dirigiéndome hacia la cocina, donde me aprovisioné del frasco de Nescafé. Bajé los noventa escalones que unían la vivienda con la playa, esparciendo el contenido del envase entre las toscas del lugar, arrojándolo luego al mar hasta su total hundimiento. A la mañana siguiente se escucharon varias voces presas del síndrome de "abstinencia cafetera". ¿Alguien ha visto el bote de Nescafé? El silencio confirmó la desaparición misteriosa de aquellos polvitos canelos, fosilizados hoy entre los cimientos de unos apartamentos escalonados que en su entrada principal aún conservan la inscripción en azulejos del palabro "Kertulakito".

Desde hace algunos años una pequeña parte de la antigua mansión se ha convertido en el destierro voluntario de mi tío Enrique, personaje entrañable y gran defensor de El Médano del siglo pasado, quien merecería hoy el título honorífico de "Loco de la playa", como fiel y eterno enamorado de aquel pueblo de bancos de arena a flor de agua.