Me gocé uno de los últimos mítines de Trump antes de las elecciones presidenciales del martes. Creo que el lugar era Michigan y duró cerca de una hora. Aquí, en los informativos televisivos, Trump, como Biden, solo aparece algunos segundos. Es interesante verlo en su salsa. Por supuesto el mitin es, ante todo, un espectáculo televisivo, hasta el punto de que la mitad de los asistentes lo seguían en grandes pantallas de televisión levantadas alrededor del espacio central. El espectáculo es Trump y Trump era todo el espectáculo. Y se entregaba al público haciendo el payaso, un payaso sórdido, divertido y maligno, un subproducto de un mediocre imitador de Stephen King. No se refirió jamás a ningún proyecto político, a una propuesta legislativa ni a su gestión, sino para calificarla de "grandiosa". No entendemos que la mayoría que le aplauden furiosamente o ríen sus bufonadas no cree que sea grandiosa. No aplauden a unas políticas, sino a un tipo con los testículos lo suficientemente broncíneos como para afirmar que es maravilloso, excepcional, un prodigio de inteligencia y astucia. Les gusta su arrogancia infinita, su petulancia grotesca y vomitiva, su zafiedad desafiante envuelta en un abrigo de cinco mil dólares.

Las tres cuartas partes del mitin son chistes, chismes, parodias y burlas de políticos demócratas, intelectuales, artistas, periodistas, burócratas, feministas, inmigrantes. La gente se parte el trasero. De repente escucho el susurro de una risa en mi habitación y me vuelvo de espalda. Pero no. Soy yo, que me he reído de la imitación del rostro de Biden que ha hecho Trump, forzando la sonrisa como un monigote. Es de un desprecio alegre, liquidacionista y cascabelero a la vez, cargado de la jactancia del multimillonario que durante años donó pasta, mucho pasta al Partido Demócrata, y ayudó así a que muchos bidens fueran elegidos o conservaran sus escaños durante mandatos. En su negocio él es quien manda, mientras que Biden es y será siempre un mandado. Un mandado de quienes le mantienen, les pagan las campañas, le eligen corbata y eslóganes: empresarios, lobistas, asesores.

Y sin embargo si el viejo exvicepresidente gana será un pequeño milagro que, a su vez, deberá sobrevivir a una batalla política y judicial que tensionará terriblemente el sistema institucional de los Estados Unidos. Que un individuo como Trump -mentiroso, venal, corrupto, canallesco, inestable, facineroso, ignorante, narcisista, putero, estafador, cobarde, grosero- sea presidente de Estados Unidos es señal inequívoca de la putrefacción democrática que vive el país y que se ha acelerado en los últimos cuarenta años. Desde los cambios normativos y reglamentarios que los estados del centro y sur del país han desarrollado tras la Guerra Civil, y hasta hoy mismo, para impedir o dificultar el voto de los negros hasta la creación y proliferación de los gerrymandering, pasando por la sentencia del Supremo que rechazaba limitar los apoyos financieros a las campañas electorales, la casi irremediable paralización legislativa del Congreso o la avería del ascensor social, la democracia de la república estadounidense ha entrado en una etapa agónica. Trump no es exactamente una amenaza democrática, sino un paso decisivo hacia la amortización de un sistema primero conducido y después desarticulado por sus propias élites políticas, financieras y empresariales.