Alguna vez he compartido con alguien que he tenido la experiencia personal de "haberle visto los ojos a la muerte" y sentir lo sombría que es su mirada. Siempre la muerte se nos presenta como un misterio cuando la vemos acontecer en los demás, especialmente en aquellos a quienes nos une algún vínculo especial. Pero cuando la vemos pronunciar nuestro nombre y mirarnos de frente, lo que se siente es totalmente diferente a cuanto hemos sentido.

Estamos tan hechos para la vida que nos resistimos a que se apague. Queremos vivir y no queremos morir. Incluso cuando sabemos, como se pueden saber las cosas del otro lado del muro, o sea, por don de fe, no queremos morir. No es falta de identidad creyente esa angustia interior que atraviesa toda nuestra personalidad, todo el cuerpo y el alma con su frío hilo hiriente, sino la consecuencia de ser "seres para la vida".

Muchas veces he pensado en la experiencia vivida por el mismo Jesús en el Huerto de los Olivos en víspera de su muerte. Si él experimentó aquella angustia que le hizo sudar sangre, yo no soy, ni seré, mejor de él. Pero una cosa es sentir el peso oscuro de la muerte y otra muy distinta que el miedo nos incapacite y no deje espacio a la esperanza.

El 2 de cada noviembre recordamos a quienes han muerto. Los fieles difuntos, los llamamos. Pero recordamos a todos los que han experimentado ya la muerte en sus vidas. Y decirlo así es como lo debemos decir: "la muerte en sus vidas". Porque la muerte es parte de la vida. Y por mucho que la marginemos de los espacios sociales, está ahí inevitablemente presente.

Es más, solo quienes son muy conscientes de ello son capaces de organizar bien la vida. Porque es falaz la organización de nuestra vida como si nunca nos tuviéramos que enfrentar con la muerte. ¡Cuántas veces no hemos escuchas decir a quienes han sufrido un accidente grave, de cualquier tipo, que les ha cambiado la vida! ¿Qué les cambió la vida? El contacto con la muerte como una posibilidad real.

El Santo Hermano Pedro no se cansaba de repetirlo: "Recuerda que has de morir€". No para generar miedo, sino para conquistar todos los espacios vitales viviéndolos con la pasión de quien sabe que el helado, por muy rico que sea, se va a acabar. Un helado infinito creo que nos repugnaría.

Quiero traer al recuerdo la novela de José Saramago, un ateo que amaba la vida, que lleva por título Las intermitencias de la muerte. El argumento es sencillo pero profundo. Un 31 de diciembre se paró la evolución de la vida humana y desapareció la muerte dejando a los vivos en la situación que los vivos estaban en aquel 31 de diciembre. La angustia que produce que el tiempo no pase es peor que la angustia que el mismo morir produce.

Saber de la muerte es bueno para vivir. Nuestros bienes materiales, con los que podemos hacer buenas cosas, dejan de tener el brillo de lo absoluto. ¿De qué va a servir lo que has almacenado? Otros lo gastarán. Otros se pelearán por sus migajas. Y tu sudor será, en no pocas ocasiones, motivo de discordia y rencor. La muerte es buena para vivir.

Los otros, los que ahora viven de manera dura, los peones de la partida de ajedrez, al final estarán, como cantaba Mecano, en la misma caja de los alfiles y caballos, de las torres y del rey. Todo pasa. La muerte es buena para vivir.

(*) Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife