Aún seguimos discutiendo sobre los test a los turistas, sobre si seremos capaces de liderar la recuperación del turismo nacional, sobre si ha sido cosa nuestra (o no) que en Canarias las cosas se vean un poco mejor. Mientras, España y Europa sufren una escalada gigantesca de contagios que en sólo un mes ha duplicado los cinco millones de infecciones contabilizadas desde el inicio de la pandemia. Podría decirse -como ha dicho Donald Trump en este final suyo de campaña- que si hay más infecciones es porque hay más test. Aunque lo diga Trump, en parte es cierto: cuando se realizó en España el sondeo epidemiológico del mes de mayo, se detectaron muchos más positivos -en torno a un cinco por ciento de la población, casi dos millones y medio- de los que hay contabilizados hoy. Pero, al margen de la forma de contarlos, la evidencia de que los contagios galopan desbocados es la presión creciente de enfermos en las UCIs de toda Europa y el nerviosismo extremo de los gobernantes, dispuestos a medidas cada vez más extremas y restrictivas.

El principal problema de Europa para contener la pandemia es que ha sido incapaz de adoptar cualquier decisión conjunta, más allá del acuerdo económico impulsado por Alemania y Francia para evitar el colapso financiero del continente y sus instituciones. Aparte de poner la bandeja, el Estado nación ha resucitado de entre las instancias políticas periclitadas por el discurso unitario, justo cuando menos falta nos hacía que volviera, justo cuando una única gobernanza europea resultaba más necesaria: Francia supera los 1,4 millones de contagios -46.000 en las últimas 24 horas-, además de acumular ya más de 37.000 muertos oficiales. Reino Unido confina de nuevo a los ingleses a partir del jueves, con más de un millón de casos y casi 47.000 muertos. Italia suma 700.000 contagios con cerca de 37.000 fallecidos. Y en España, siempre dados al exceso, hemos fraccionado aún más las cosas: el Estado nación se ha deshecho en 17 ridículos estaditos y dos ciudades autónomas, cada una de ellas adoptando decisiones territoriales, como si la enfermedad pudiera contenerse en las delgadas líneas trazadas por la Constitución en los mapas. La nueva normalidad decretada por el Gobierno de Sánchez nos ha colocado ya cerca de los 1.200.000 positivos diagnosticados, escalando hacia los 40.000 muertos oficiales, y con las calles de nuestras ciudades tomadas por las protestas violentas de grupos antisistema y bandas de delincuentes, puestos de acuerdo contra de las medidas para frenar la segunda ola de la pandemia. El fin de semana ha traído disturbios y algaradas nocturnas en Madrid, Barcelona, las tres capitales vascas, Málaga, Santander y Logroño, mientras nadie parece querer asumir la responsabilidad de hacer frente a lo que ocurre.

En España, como en otros lugares de Europa, vamos camino de otro encierro, como era esperable suponer que ocurriría con la llegada del invierno al hemisferio Norte. Vamos camino de un confinamiento algo más selectivo que el anterior, pero, igualmente devastador para la economía y la psicología de la nación. Un confinamiento que Sánchez retrasa y diluye en decenas de confusas medidas de las autonomías para evitar el conflicto con sus socios independentistas, que le provocaría asumir su responsabilidad de gobernante. Pero cuando más esperemos, más difícil y más largo será reconducir la situación. No hay alternativas: hasta que podamos usar una vacuna, la única acción realmente efectiva contra la extensión de la enfermedad es que nos aislemos todo lo posible y cuanta más gente, mejor. Podemos hacerlo voluntariamente. O esperar a que alguien nos obligue.