De todos los sistemas que podían haberse elegido para garantizar que los turistas lleguen libres de infección a las islas se ha elegido, sin duda, el peor. El presidente del Gobierno de Canarias, Ángel Víctor Torres, anunció ayer -tras meses de infructuosa pelea para que el Estado se responsabilizara de hacer los test- la aprobación de un "decreto pionero", que regula la obligatoriedad de que los turistas (o viajeros de todo tipo y condición) que vengan por aquí entreguen en la recepción de los hoteles un test del Covid-19, realizado, como mucho, 72 horas antes y en el que certifique un resultado negativo. Serán los propietarios de los establecimientos donde los visitantes vayan a hospedarse -tanto si son hoteles, apartamentos, viviendas vacacionales o (es un suponer) la vivienda de un familiar o amigo-, los responsables de garantizar el estricto cumplimiento del decreto. Eso incluye informar previamente al viajero de las condiciones de hospedaje, lograr su consentimiento y obligarle a realizar un PCR o una prueba de antígenos. El decreto no dice qué hacer si el viajero se niega, pero supongo que habrá que denunciarlo a las autoridades.

Tanto el presidente Torres como la consejera Castilla han intentado minimizar el impacto de una decisión bastante complicada de hacer cumplir y que a algunos se nos antoja otro desatino más de entre las medidas, a veces contradictorias y a veces chiripitiflaúticas, que se vienen adoptado estos últimos tiempos en relación con la pandemia.

A estas alturas es difícil sostener cualquier idea contraria a las decisiones gubernamentales en relación con la contención del coronavirus, pero, lo cierto es que muchas de las que se han adoptado en estos largos meses son fruto de la improvisación, el miedo o la necesidad de demostrar que se actúa, aunque lo que se haga no responda a criterios científicos o resulte sensato. Un ejemplo podrían ser las decisiones absurdas que se están adoptando en Madrid, con esos confinamientos adaptados a los puentes festivos, de dudosa legalidad y más dudosa eficacia. En Canarias, lo razonable habría sido establecer controles bajo supervisión sanitaria en los aeropuertos, como se ha hecho en otros lugares de Europa y en otras Islas atlánticas. Pero el Gobierno nacional ha decidido lavarse las manos, sin dar ninguna explicación de sus motivos. La respuesta del Gobierno regional podría haber sido forzar una reconsideración de la negativa del ministro Illa y el Gobierno Sánchez a ordenar y facilitar los controles aeroportuarios. Pero, Torres ha optado por endosar el problema al sector turístico. No sólo a los hoteleros. A cualquiera que tenga una vivienda vacacional o un apartamento en alquiler. Incluso a cualquier ciudadano de las Islas que -sin nada que ver con el turismo- tenga un familiar residiendo, trabajando o estudiando en otro sitio.

Si Europa no fuera un club de egoísmos cobardes y no medrara el pánico de sus dirigentes a perder votos por hacer lo que es necesario, hace meses que para desplazarse sería necesario disponer de un pasaporte sanitario. Algo parecido a la carta amarilla de Sanidad Exterior, necesaria para poder viajar a algunos países donde la malaria y otras enfermedades siguen existiendo. Si cada gobierno -incluso los gobiernos regionales- decide lo primero que se le ocurre, dando palos de ciego, viajar va a resultar imposible. Mejor lo prohíben y se dejan de hablar de incentivos al turismo. Pero más lógico sería establecer un documento único, válido para circular por toda la Unión, renovable con sucesivas pruebas cada vez que hubiera que hacer un desplazamiento nuevo, asumiendo cada cual los riesgos personales de hacerlo. Pero no hay manera de que se nos trate como adultos.