El Gobierno pretende ahora que el Congreso, dentro de quince días, apruebe extender seis meses el estado de alarma. Y muy probablemente lo conseguirá, ofreciendo a cambio un discursete mensual del presidente Sánchez en la Cámara Baja media hora antes de comer. Y eso será todo. La Constitución española no estableció el plazo de dos semanas fortuitamente. Lo hizo porque un estado de alarma es una situación excepcional que debe estar restringida temporalmente. Me gustaría conocer la reacción de algunos si un señor como Rajoy hubiera querido gobernar a su placer bajo un estado de alarma durante medio año. No es necesario, sin embargo: basta con recordar cómo Sánchez y varios de sus ministros, después del confinamiento de entre marzo y abril, repitieron con que bastaba algunos cambios en leyes orgánicas de Salud Pública y de Sanidad para disponer de instrumentos legislativos que hiciera innecesario decretar los estados de alarma a fin de gestionar la pandemia. En seis meses no lo hicieron. No movieron un puñetero papel. Y hay que preguntarse por qué.

Para responder a esta pregunta basta con observar lo que ha significado el sanchismo en el poder: la anomalía de una minoría parlamentaria que ha conseguido eliminar o limitar los contrapesos que definen a una democracia representativa en el último medio año. Con innegable -y artera- habilidad el presidente del Gobierno se deshizo del asunto y apuntó a las comunidades para que recibieran el desgaste de una situación condenada a empeorar por su liviana y enrollada ineptitud. Sobre todo porque ese mismo presidente no tomó medidas ni desarrolló herramientas dentro de esa reforma legislativa que no emprendió para seguir trabajando durante la desescalada (más test y más sistemáticos, más colaboración interadministrativa ampliando y renovando funciones del comité interterritorial de sanidad, más rasteadores al servicio de municipios y comunidades y no unos cuantos cientos de militares, menos permisividad en los usos sociales, mayor refuerzo de la atención primaria, confinamientos puntuales en barrios o distritos) y proclamó que el coronavirus había sido vencido, que era ya hora de salir a la calle, que había llegado el momento de disfrutar de la vida, después de miles de muertos y con una economía al borde de la destrucción. Todos escuchamos esas palabras. Me parecieron de una idiotez irresponsable.

Sánchez, por supuesto, confía en que las olvidemos. El presidente quiere estar siempre en nuestro corazón, pero no en nuestra memoria. Sánchez necesita de nuestra amnesia y siempre está dispuesto a recordarnos sus propios recuerdos, muy poco relacionables con la realidad. No ha hecho nada porque un estado de alarma prorrogado seis meses le concede preminencia a su anuencia o a su castigo sobre las autonomías y la despreocupación de negociar mayorías parlamentarias para renovar el estado de alarma. Ah, esa pesadez de estar pidiendo cada quincena una renovación. No obstante, no es un trámite administrativo. Es precisamente un contrapoder imprescindible frente a un presidente al que se le ha otorgado temporalmente y de forma extraordinaria cuotas de poder por encima de la Constitución. Sánchez está a punto de cargárselo. La pandemia va muy mal, pero nuestra frágil e insuficiente democracia va aún peor.