Ayer entró en vigor el cuarto estado de alarma de la democracia, tercero de los decretados por el Gobierno en tiempos de pandemia, esta vez con la intención de durar hasta mayo. En ese tiempo, se acabó la coña: no habrá reuniones ni jolgorios nocturnos, ni botellones ni saraos, al menos a partir de las doce de la noche, excepto aquí en Canarias, donde podremos seguir haciendo por las noches lo que se nos antoje, y eso porque -nos dicen nuestros dirigentes- hemos dado ejemplo de comportamiento y conseguido evitar la expansión de la pandemia gracias a nuestro civismo y sentido de la responsabilidad.

Me voy a meter en un sitio desagradable, pero yo creo que eso es completamente falso. En Canarias no nos hemos portado ni mejor ni peor que en Cuenca o en Lepe. Si hay menos contagios aquí que en otros sitios no es porque seamos un ejemplo de nada. La gente acude a fiestas nocturnas, los pibes hacen botellón hasta las tantas, las discotecas se llenan y en los bares y las casas se celebran cumpleaños y jubilaciones multitudinarios, comuniones y bodas como en cualquier otra parte, y se cumplen con bastante ligereza las medidas de seguridad. Lo que ocurre es que nuestra desgracia está siendo nuestra suerte. Sucede que aquí se ha reducido la actividad económica, hay mucha menos gente trabajando que en otros territorios, y los contactos entre personas y las comunicaciones han bajado sustancialmente. Mucha gente no va a trabajar porque no tiene en qué trabajar, y los intercambios se han frenado, sobre todo fuera de la isla de uno, con otros lugares. No solo por los millones de turistas que han dejado de venir, también por las decenas de miles de personas que antes se movían entre ciudades e islas para trabajar y ahora no lo hacen. La reducción del número de personas que viajan ha sido enorme, pero eso no es fruto de nuestra voluntad de evitar contagiarnos o nuestro miedo a que ocurra. Es, sobre todo, resultado de que la actividad económica ha caído en picado y las administraciones operan a medio gas. Oficinas de atención al público están cerradas o atienden solo por cita previa, y tardan en dar esas citas. Donde antes un funcionario atendía a cuarenta personas en su jornada, ahora atiende a quince o veinte. Los hospitales y centros de salud retrasan las consultas, y la gente no acude como antes, no solo porque quiera protegerse, sino porque la atención se limita a contactos telefónicos, cita previa y retrasos en las intervenciones. Lo que ocurre en Canarias no es que la pandemia vaya mejor porque nosotros nos estemos portando mejor, es que va mejor porque nuestra actividad se ha reducido sustancialmente. Y a eso se suma una temperatura mejor, que permite pasar más tiempo al aire libre, con locales y viviendas mejor ventiladas, una población más dispersa en cinco de las siete islas, y un menor contacto entre los dos millones y pico de canarios.

Pero esta diferencia a nuestro favor en los datos de contagio no tiene por qué ser eterna. Como ya hemos visto en abril y este octubre, el crecimiento de los contagios es exponencial. Puede dispararse en cualquier momento. Lo sensato es aplicar las medidas de contención de forma voluntaria. No esperar a que se conviertan en obligatorias. Por desgracia, lo más probable es que acabe ocurriendo también aquí. Y cuanto más tarde, mejor.