"Acá no rige el producto interior bruto, sino la felicidad interior bruta", me soltó un buen día un mandamás castrista en un café de La Habana. El patrimonio arquitectónico arruinado, las estrecheces con las que malvivían o la falta de libertades eran para él asuntos secundarios, que no afectaban a su antropológica alegría, según su peculiar criterio. "Tenemos toneladas de sonrisas enlatadas y listas para exportar", concluyó sin ruborizarse.

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