Ahora están diciendo que el ministro Escrivá vino a Canarias pero que no resolvió el problema de los inmigrantes. ¿Pero qué esperaban? ¿Que impusiera las manos sobre el muelle de Arguineguín y los cayucos se convirtieran en panes y peces? Sacar de procesión al santoral de La Moncloa no hace que llueva ni produce más milagros que el de extraerles de su propio ombligo.

La emigración regular no es un problema. Nunca lo ha sido. Se ha producido y se produce entre países, transfundiendo riqueza y cultura entre unos sitios y otros. Pero eso no tiene nada que ver con las oleadas de cayucos y pateras que está emitiendo África como en una pulsión imparable. Nos enfrentamos a algo que ningún país puede asimilar, porque no hay manera de ofrecer trabajo y arraigo a tantas personas de golpe.

En Canarias se ha mitificado la imagen de la emigración a América. Pero hubo canarios que fueron rechazados al llegar a los puertos de Venezuela. O que fueron encerrados durante algún tiempo en prisiones insalubres. Y estamos hablando de excolonias, con las que compartíamos cultura y lengua. El tratamiento que se ofrece hoy a la emigración ilegal es absolutamente humanitario si lo comparamos con lo que se hacía el siglo pasado.

Hay poca gente a la que se le concede el asilo, como refugiado. La alternativa mayoritaria es devolverles a su país de origen. Es lo que hacemos con los que vienen huyendo de la miseria extrema ¿No es la pobreza una amenaza a la vida? Sí lo es. Pero más vale que se vayan despertando: las fronteras de los países sirven precisamente para separar a los más ricos de los más pobres.

Es comprensible que miles de africanos quieran viajar hasta Europa para incorporarse a unas sociedades donde se respetan los derechos humanos, donde los ciudadanos disfrutan de seguridad jurídica y servicios públicos, como la sanidad o la educación, están al alcance de todos. Pero ese mundo puede explotar si se desequilibra. Sería más razonable que los países más deprimidos lograsen crear sociedades desarrolladas donde se implanten los valores de la igualdad y la solidaridad.

Pero las grandes potencias occidentales, en sus políticas de ayuda al continente africano, han demostrado su máxima incompetencia. Han enriquecido a dirigentes despóticos. Han primado los intereses de las grandes empresas, que operan en África sin sujeción a normas y controles. El vecino continente, expoliado sistemáticamente de sus riquezas naturales, sigue siendo, hoy como ayer, un caos de guerras étnicas, religiosas y políticas. Un permanente desastre donde arraiga cada vez mejor la hiedra venenosa del fundamentalismo religioso.

Nuestros gobiernos apoyan a sus dictadores. Cuelan grandes empresas para hacer obras inútiles con fondos de ayuda al desarrollo. Permiten que se perpetúen las condiciones de miseria para que huya su población, que paga a redes mafiosas por escapar en barcos ilegales. Luego los detenemos al llegar a nuestras playas. Y pagamos a varios países africanos —y agradecidos— una pasta por cada ciudadano que se devuelve. Al redondeo. ¿No decían que el futuro estaba en la economía circular?