Con la debilidad del mercado laboral y la paralización de ventas de bienes y servicios estamos llegando a una situación en la que tan solo podemos vivir al día. O sea, como su propia definición establece: "Gastar diariamente todo el dinero del que se dispone, sin ahorrar".

En una primera lectura, alguien puede llegar a la conclusión de que esa situación no es mala, siempre y cuando se mantenga en el tiempo.

Y ese es el nudo gordiano de todo este asunto. Mientras la economía está paralizada, las empresas se debilitan y pueden ser sustituidas por otras con mayor músculo financiero, e incluso pueden desaparecer dejando a las listas del desempleo tiritando.

Solo se está creando empleo público (sanidad educación y administraciones públicas) los cuales deben financiar se la recaudación de impuestos, y un pequeño porcentaje en empresas con carácter coyuntural para atender demandas puntuales o campañas excepcionales.

Claramente, esta actividad lleva aparejada una disminución importante de precios e incluso de financiación, que deja los rendimientos empresariales muy lejos de los necesarios para financiar la apertura diaria del negocio.

Ahí tenemos un ejemplo del volumen de ventas de bienes y servicios durante el verano y la extrema preocupación que el empresario y el trabajador tienen por la posibilidad de que perdamos la campaña turística de inverno o que la realidad de la campaña de navidad (que supone más del 50% de las ventas del año para muchos comercios y hostelería) no se ajuste a las previsiones de ventas y resultados.

La incorporación de los trabajadores en ERTE se ralentiza, Los ERES de extinción suben paulatinamente mientras la confianza de todos se congela.

La administración pública tiene planes, estrategias y políticas, a los que le falta presupuesto y simplificación administrativa.

Aumentemos la ejecución presupuestaria y ya le habremos colocado el cascabel al gato.