"No politicen el coronavirus a menos que quieran más bolsas de cadáveres", sentenció el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) cuando empezó el marasmo. El virus galopa, la economía se desangra y los líderes de la vida parlamentaria española, repuestos del espanto inicial de las morgues, persisten en su miseria. El verdadero demonio para la salud y la convivencia es la ponzoña que está sembrando una buena parte de la clase dirigente. Fundamentalmente a nivel estatal. Se cambia de criterio como de camisa en función de las encuestas, los consejeros áulicos o las conveniencias de la claque. Se jalea el extremismo con agrios desgarros. Se judicializa cualquier decisión. Se angustia y desprotege a la ciudadanía con normas contradictorias. Ya basta. Si nadie rectifica y cede, esto acabará en desastre. Pagarán los de siempre.

El problema de Europa empieza a ser España. Por la mala gestión de la pandemia y por la incapacidad de esta élite de mandatarios que debate a garrotazos, como en una pintura negra de Goya, trasladando a la calle su furia y resucitando el revanchismo y el odio. Algunos medios internacionales hablan sin rodeos de la "política venenosa" que nos ha invadido. Otros señalan la preocupación de Alemania -referente de la UE, el país que supera en exportaciones a China y el que más va a aportar para sostener esta quiebra- por la toxicidad de los políticos españoles y un sistema institucional "roto". Faltan liderazgos y sobran surfistas, llegó a verbalizar incluso algún barón socialista, y eso que enmudecieron desde que el secretario general impuso su férreo caudillismo.

Los muertos por coronavirus, miles escamoteados por un inaudito disenso en el conteo oficial, no hacen mella, reducidos a meras estadísticas. Y las previsiones económicas del Gobierno al mando, aun pecando de optimismo, apuntan a un descalabro bíblico. El PIB menguará un 11,2%. El paro llegará al 17,1%. El consumo caerá el 12,6%. La inversión bajará el 18,3%. Las exportaciones descenderán un 22,7%. El déficit aumentará un 11,3%. Todos esas previsiones empeoran para el caso canario. El Gobernador del Banco de España, un técnico, predica en el desierto. Nadie escucha sus sensatos aldabonazos. En el enésimo alertó de los muchos puntos vulnerables de la nación y de que no existe margen alguno para la autocomplacencia.

Los fondos europeos, presentados ridículamente como el Gordo de la lotería, no garantizan por sí solos la recuperación si nadie los encauza hacia planes eficientes. Los primeros indicios apuntan al peor de los escenarios. El Gobierno amaga con usarlos para satisfacer a los golosos taifas díscolos abriendo una puja territorial, en vez de invertirlos en las reformas estructurales pendientes. No puede esperarse otra cosa que la ruina de gastar a manos llenas y mal lo que no se tiene. ¿Cuántos proyectos relevantes tienen las empresas y administraciones isleñas? ¿Hay algo interesante más allá de los trenes? Un alto porcentaje de esas ayudas deberán, lógicamente, retornarse. Las generaciones futuras cargarán con la injusticia de asumir la onerosa factura. La pelea entre administraciones en Madrid causa bochorno. A nadie extraña que los madrileños incumplan las normas ante el esperpento de quienes las dictan.

Hacer política hoy aquí ya no consiste en gestionar y convencer con razones y argumentos, sino en representar una función en escena y vencer exacerbando los sentimientos. Triunfan antes en los partidos los pícaros con habilidad para medrar que los talentosos con conocimientos para dirigir un ministerio. La mentira sale gratis. Presentarse como víctima del rival, jugar sucio, golpear bajo: esas son las herramientas de una estrategia suicida que aviva el choque para esconder la incompetencia. Sobrealimentar la competición electoral copa las preocupaciones, en detrimento de cooperar, velar por el bien común y resolver las dificultades cotidianas.

El problema de la política solo puede arreglarse desde la política y los políticos navegan muy a gusto así: nadie les obliga a rendir cuentas. Las maquinaciones para humillar al rival consumen a tiempo casi total sus ocupaciones. El filósofo francés Guy Debord considera que las sociedades contemporáneas sustituyen el mundo real por las imágenes, su representación efectista, convirtiéndolo todo en un show que provoca un comportamiento hipnótico: "La actitud que exige el espectáculo es la aceptación pasiva", sostiene. La mayoría ciudadana, efectivamente, contempla estupefacta la decadencia aunque rumia resignada, indiferente e impasible su rabia porque concentra las energías en ganarse el sustento, bastante complicación le supone superar cada jornada.

La degradación ha llegado al tope y solo la expresión de una conciencia cívica colectiva rotunda en demanda de otros valores puede conseguir regenerarla. Nadie debe abdicar del deber de exigir con contundencia a las personas que elige en las urnas para representarle moderación, esfuerzos compartidos, dignidad, responsabilidad, un mínimo de autocrítica, respeto y decencia. Cuando los votantes y sus referentes intelectuales creen profundamente en una idea, los gobernantes acaban por ejecutarla. En eso consiste precisamente la grandeza de la democracia, y nuestra esperanza.