Los problemas para la prestación de los servicios públicos vienen de antiguo por incuria e incapacidad. A la modernidad le cuesta un potosí abrirse paso en la espesura de la burocracia leguleya. España ha pasado de ser el país del "vuelva usted mañana" al de "nadie responde, llame más tarde" de la sociedad ubicua y el móvil como extremidad añadida al cuerpo imprescindible para todo menos para relacionarse con las administraciones. La pandemia ha desnudado con crudeza sus ineficiencias. Parecía imposible un retroceso en la calidad de una atención ya en entredicho, pero la patética falta de agilidad de un mastodonte patoso y a la postre insostenible para acomodarse al guion del virus eleva el deterioro a cotas insospechadas. Los ciudadanos pasan estos días por auténticos calvarios para cualquier trámite.

Lo primero para el buen gobierno es contar con una administración rápida, sencilla y de calidad suprema. El mal funcionamiento se ha convertido desde marzo en la realidad cotidiana en el trato con los organismos públicos. Cualquier generalización entraña un punto de injusticia porque iguala a justos con pecadores, a los esforzados con las rémoras. Pero lo que no se puede callar es que empieza a extenderse como norma una desesperante parálisis y atasco en los papeleos. Las honrosas excepciones las constituyen precisamente los casos de resolución rápida de las demandas. Las mejores intenciones naufragan en la inoperancia o en el absurdo si no existen estructuras y funcionarios diligentes que las mantienen en marcha. Consolidar este estado impropio de cosas hiere la credibilidad de las instituciones, compromete la misma democracia y la utilidad de la vida pública, además de suponer un obstáculo para sostener la categoría de nación desarrollada.

En marzo podría disculparse el repentino agujero negro que hizo añicos la normalidad. El inicio de un confinamiento sin precedentes obligó a improvisar acciones y a imponer la retracción en múltiples frentes. Ahora, medio año después, no aguanta un pase tanta precariedad para cumplimentar requisitos. Y resulta especialmente preocupante porque nos encontramos en plena segunda ola del virus que obliga a continuar protegiéndose sin que la actividad económica, social o sanitaria revienten por asfixia. Los ciudadanos cambiaron hábitos de un día para otro, ejerciendo su trabajo en condiciones dificilísimas y volcándose con heroísmo para que a nadie le faltara nada. Acataron por el bien común sin rechistar normas arbitrarias y confusas. Se pusieron mascarilla, empezaron a salir poco, guardaron distancia€ Al parecer lo que sirve para los administrados, el esmero en la adaptación, no vale para aquellos entramados que sostienen con sus impuestos, blindados indefinidamente en burbujas. Mientras unas ventanillas afrontan la situación con cierta holgura, por el evidente descenso de carga de trabajo, otras naufragan en la saturación, sin refuerzos que atenúen la fatiga del abnegado personal que las atiende.

La batalla inicial, la de lograr una cita, a algunas personas les supone semanas. El colmo de la paciencia para muchos canarios desamparados consiste en conseguir que alguien responda al otro lado del aparato para dar la vez, vaya usted a saber para cuándo. Apoquinar impuestos no admite demoras, pero tramitar pensiones o prestaciones sí. Esa implacable falta de reciprocidad genera el caldo de cultivo de la desafección. Cumplimentar expedientes de regulación o subsidios de paro por vía telemática exige un doctorado. ¿Quién diseñó tan engorrosos pasos? A los pacientes con suerte su médico de cabecera les telefonea en media hora, a los demás en semanas. No solo sufren los particulares. La desesperación alcanza a empresas con proyectos ya adjudicados: el último empujón para desobstruir la obra nunca llega. Nadie evalúa la gestión en remoto, ni su grado de resolución. Las carencias tecnológicas apabullan, con sistemas que no se intercomunican y obligan a repetir hasta el paroxismo los mismos datos.

Un cinismo insoportable inunda la política. Envenenará más que el covid. Por regla general, al gobernante actual le preocupa transitar sin rasguños por el poder y aprovechar el menor resquicio para desgastar al adversario, no que aquello bajo su mando funcione. Los líderes usan su maquinaria para escurrir el bulto y, si se puede, poner en evidencia al contrario. Culpar a otros del mal resulta fácil y barato. Con estas miras, mentir ofrece una rentabilidad superior a rendir cuentas o asumir obligaciones. Necesitamos una arquitectura administrativa distinta en consonancia con los nuevos valores europeos, la digitalización, la ecología, la recuperación de talento y la flexibilidad global. Un entramado pragmático y coherente, sin tantas rigideces, asesores, prebendas, poltronas, parásitos y clientelismos. La reforma de la administración y la simplificación de los trámites administrativos que siempre se anuncian y se vuelven a recoger en el Plan de Reactivación de Canarias arrancan con ímpetu verbal y parecen aletargadas. Urgen como nunca. Porque todos, de un modo u otro, somos responsables de nuestro destino y debemos alentar ya ese cambio antes de que pase a engrosar la lista de proclamas sonoras de medidas siempre postergadas. Lo que la sociedad no imponga con rotundidad y firmeza jamás lo acometerán los políticos. Y menos en estos tiempos.