Zonas de las Islas, como Arguineguín, aún no son Moria, el campo de refugiados de Lesbos, donde llegaron a hacinarse hasta 30.000 refugiados, 13.000 en el momento en el que fue destruido por las llamas. En realidad, las cifras lo dicen todo y no lo dicen: la responsabilidad ante el drama de la migración está en evitar el 'guetto' por todos los medios, sea en las Islas, Andalucía o Grecia, pero también en que ni un sólo migrante no reciba la protección de las normas emanadas del derecho europeo. Canarias ha levantado la voz frente al Estado al considerar que situaciones como las que vive el municipio de Mogán bordean el flagrante incumplimiento de las reglas humanitarias, también de las necesarias condiciones de bienestar higiénico-sanitarias.

Estamos lejos de la terrible experiencia griega, articulada bajo la complicidad internacional en una isla de 8.000 habitantes durante cinco años, pero está claro que debe ser un referente de lo que no se puede hacer, o un espejo en el que mirarse ante el aumento vertiginoso de la llegada de pateras. No todas logran llegar a la costa o ser rescatadas: en lo que va de año, una persona ha muerto por cada 20 que han desembarcado en las Islas, la cifra más sobrecogedora entre todas las rutas posibles.

La tensión estéril que mantiene el ministro de Migraciones, José Luis Escrivá, con las instituciones canarias contrasta con la sintonía de épocas pretéritas. Basta remontarse al año 2006, con la crisis de los cayucos, que supuso la llegada de 39.108 inmigrantes a las Islas. Una vez más, las cifras: en este momento hay 3.454 plazas de acogida frente a las apenas 96 que había en octubre de 2019. La diferencia con lo ocurrido 14 años atrás es evidente, pero ahora está la influencia de la Covid-19, tanto en el acogimiento y los permanentes controles de PCR, como en las limitaciones fronterizas en su momento para la repatriación.

Circunstancias ambas que se unen, por otra parte, a la política negligente por parte del Estado a la hora del mantenimiento de las instalaciones, desidia que quedó patente con el cierre de los CIE de Hoya Fría y Barranco Seco, ahora reabiertos tras activarse los acuerdos de repatriación con Mauritania, aunque todavía pendiente de despejar las dudas sobre su habitabilidad como centro de internamiento.

La receta en la época del presidente Zapatero para afrontar el fenómeno migratorio en el Atlántico fue solicitar la ayuda de la Unión Europea (UE), que desplegó la primera misión marítima de Frontex, una agencia que se ocupó de coordinar la labor de vigilancia en el Atlántico de medios aéreos y navales de varios países: franceses, italianos, portugueses y, por supuesto, españoles. El objetivo no era otro que patrullar el litoral africano con fines disuasorios, evitar que los cayucos salieran al mar. Otro instrumento de eficacia probada fueron los acuerdos con Mauritania y Senegal, que permitieron el trabajo conjunto de la Guardia Civil con las patrullas policiales de estos estados, todo ello en las costas de las que salían los cayucos.

La estrategia de actuar en el punto de origen dio sus frutos con una reducción drástica de las arribadas, y nada hace pensar que la metodología utilizada con la crisis del 2006 no sirva para paliar el crecimiento migratorio en la ruta atlántica en detrimento de la mediterránea que se vive en 2020. Las medidas tomadas hace 15 años, lejos de diluirse, deben fortalecerse, puesto que en el contexto de la pandemia es previsible un aumento de los éxodos de subsaharianos afectados por la pobreza, las sequías por las mutaciones climatológicas, las necesidades sanitarias y los cambios políticos determinantes a los que se ven abocados los países emisores por la confluencia de todos estos factores. El Gobierno de Pedro Sánchez debe ser consciente de la situación fronteriza de Canarias, entre Europa, África y América, una tricontinentalidad que enriquece el bagaje humano y cultural isleño, pero que también la sumerge en la fragilidad de la migración. Los parcheos no son la solución, mejor el diálogo y la cogobernanza para no sufrir la desgracia de que el Archipiélago se vea utilizado como plataforma para situaciones deshonrosas en el ámbito del derecho internacional de las personas.

Ahora bien, la Europa actual está sumida en un debate donde países como Hungría, Polonia, Austria, Eslovaquia y Chequia, el llamado Grupo del Visegredo, más los austriacos, tratan de forzar un modelo de responsabilidad a la carta, opuesta a la solidaridad por cuotas, sustentada en su negativa a acoger inmigrantes, compensando dicha oposición con otros mecanismos. Quiero ello decir, en román paladino, que Canarias, España, tiene que enfrentarse a obstáculos derivados de un 'nuevo orden' al que se dirige la política migratoria en la Unión Europea, agobiada y dispuesta a hacer cesiones a estos estados con tal de sacar adelante sus planes económicos para hacer frente a la pandemia.

Sin ir más lejos, la receptividad ha empeorado en lo que se refiere a las peticiones de Pedro Sánchez para Marruecos, que, a buen seguro, sería más proactivo frente a la migración si recibiese un trato similar al de Turquía, con una asignación de 3.000 millones al año por impedir el paso de refugiados.

Este escenario global de intereses arma de razones a las voces que temen que el Archipiélago pase a ser un territorio consentido, instrumental, del que se beneficiarían países con gobiernos ultraderechistas, con discursos xenófobos, que se verían así liberados de unos migrantes que sólo ven en Canarias un puerto de paso camino de otros paraísos. El Archipiélago se la juega con la concepción futura de la solidaridad en el seno de la UE. Pero para exigir también tiene que demostrar y arriesgarse, no cayendo en posiciones intransigentes como la ocurrida con el veto al campamento de Cruz Roja en el Polígono de Arinaga. Este tipo de comportamientos venidos de la que siempre se ha considerado la izquierda más solidaria no contribuyen en modo alguno a la tradición hospitalaria de los canarios, que, en determinados momentos históricos, se vieron abocados a ser migrantes para huir del hambre. Una memoria clave para contrarrestar los maximalismos frente al 'otro', pero necesaria de igual manera para no asumir circunstancias vergonzosas que cercenan el valor humano.