Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. La tramitación del indulto a los independentistas es lo que es. O sea, una mercancía política. Y que el ministro de Justicia se lo haya soltado como un regalo de onomástica a la portavoz catalana de Junts, en el Congreso, es entrañable y emocionante. Y ella poniendo cara de sorpresa. De "no me lo puedo creer". Qué tierno.

Los vascos tocan el piano político con guantes de jardinero. Ortuzar, el mandamás del PNV, dijo sobre lo de votar la investidura de Pedro Sánchez, que era un tema que tenían que cobrar. Y no se cortó ni un pelo. "Sánchez nos tiene que pagar a plazos. O sea, en diferido" dijo. Y ahí queda eso.

Y es que los nacionalistas vascos no están a por setas, sino a por pasta. Lo de convertirse en un Estado ya se verá. No hay prisa. Ya no ordeñan sangre, sino inversiones. Tienen independencia fiscal. Recaudan sus impuestos y pagan a España lo que les da la gana. Ahora se trata de sacarle al Estado todo lo que se pueda. Mercadear con los votos a cambio de autopistas y redes ferroviarias. Los catalanes, sin embargo, todavía están con el tema sentimental. La ensoñación de la república, el heroísmo nacionalista y todo eso del romanticismo.

Así que lo que para los vascos es un negocio para los catalanes es un desamor. Es un camino de victorias morales que —sueñan— les llevará finalmente hacia la república. Ya lograron crear un diálogo bilateral de gobierno a gobierno. Ya consiguieron de Pedro Sánchez hiciera un viaje de genuflexión para entrevistarse con Torra en su propio terreno. Y, ahora, dos sopapos de una misma tacada: han logrado que el Gobierno vetara, "por razones de oportunidad" ( o sea, de inoportunidad, digo yo) el viaje del Rey a Cataluña para el acto de nombramiento de nuevos jueces y que el Gobierno anuncie públicamente lo de los indultos, algo que el presidente había negado una y mil veces. O sea, palabra de Pedro Sánchez.

Hay una creciente minoría de ciudadanos que quieren crear Estados soberanos implosionando desde dentro al Estado español. Cada vez son más y tiene más poder político en las Cortes españolas. Pero eso no es un problema. ¿Por qué va ser ilegítimo que alguien luche por una república independiente en Cataluña? O ya puestos, ¿por qué va a ser una locura que los canarios nos planteemos transformarnos en un país independiente? (aunque yo recomendaría asociarnos a Alemania). En democracia la ley es la voluntad de la mayoría.

Sin embargo, los que defienden la idea de un Estado español, o sea, la idea de España tal y como la conocemos, padecen un grave problema. El actual presidente del Gobierno, a su juicio, esta vendiendo parcelas de soberanía —aunque sean simbólicas— a cambio de que le ayuden a mantener el trasero en la Moncloa. Sánchez es el Red Bull de los catalanes: les da alas a cambio de votos.

La izquierda comunista, que hoy representa Podemos, cree en la autodeterminación de los pueblos. Pablo Iglesias necesita la alianza de los soberanistas catalanes, vascos, valencianos, gallegos o andaluces, aunque la mitad de ellos le hayan mandado ya a freír puñetas con su centralismo democrático y su manía leninista de mangonearlo todo desde Madrid.

O sea, la izquierda verdadera y la delicuescente están, por conveniencia o necesidad, en el coqueteo con la disgregación. Y esa es una pésima noticia. Porque si lo que le queda a España, como sostén, es la derecha, apaga y vámonos.

Ortega decía que lo que mantenía a los pueblos unidos era la ilusión de un proyecto común: el querer ser. Si España no cuenta con el apoyo de los intelectuales, el empuje de sus jóvenes y la satisfacción de una prosperidad que llegue a todos, vayamos preparando el velatorio. Con el fútbol de "la roja" y las historietas del abuelo cebolleta del Cid Campeador no se sostiene el invento. Lo que nos convierte en un país no es lo que hemos sido, sino lo que ambicionemos ser.

Décadas de un cuidadoso embrutecimiento televisivo y social han logrado crear un ciudadano con PH neutro. Hay muchísima gente en Canarias a las que se la trae perfectamente al pairo que seamos una comunidad autónoma del Estado español, un principado austrohúngaro o un país soberano. Es más, posiblemente algunos ni siquiera sabrían decir lo que somos exactamente. También en eso somos una anomalía. Cuando la periferia de España se tensiona buscando un sueño de libertad, los que sí vivimos donde el diablo perdió el rabo seguimos felizmente amodorrados. No porque nos sintamos furiosamente españoles, sino porque no sentimos nada de nada.