Siempre que tenía que mostrar desprecio o asombro ante una estupidez o una mentira, mi madre decía: "Adiós, Madrid, que te quedas sin gente". Y en casa lo seguimos diciendo. Mi madre no fue ni al Teide, de modo que tampoco fue a Madrid, donde por circunstancias de la vida laboral vivo desde hace más de cuarenta años. Al contrario de lo que imaginé cuando iba en el avión a encontrarme con la gran ciudad, es un lugar que alterna la grandeza (de los edificios, de las avenidas) con zonas absolutamente deprimidas, como los barrancos de mi adolescencia. Hay lujo y miseria, siempre lo hubo; esa combinación ha creado en tiempos recientes mucha inquina, porque los pobres ahora, en estas circunstancias, son aun más pobres, y los ricos están comportándose como quienes creen que los de abajo son una amenaza.

Esa naturaleza humana que reacciona de un modo u otro en tiempos de crisis se está revolviendo de manera evidente y ya hay en las calles disturbios que tienen que ver con esa metáfora cruel de la vida: nadie quiere ser menos en la adversidad y tampoco en la bonanza, pero en la adversidad es aún más dura la competencia. Lo peor de la situación, a mi parecer, es que los gobernantes nacionales y locales (de España y de Madrid) no han sido capaces de entender la gravedad de la situación de fondo, la enfermedad, y se han dedicado demasiado tiempo a zaherirse sin compasión, buscando cada uno el rédito de tener la razón. Lejos de mi la funesta manía de echar culpas, aunque tengo mi lista preparada, pero como es natural la trifulca está tan radiada o televisada que todo el mundo ha de tener claro en este momento quien puso más en este guirigay.

Lo cierto es que ahora ya hay una crisis sanitaria de mil demonios, que afecta a pobres y ricos, a mayores y a niños, a escuelas y universidades, a sanitarios y a científicos, y por lo tanto a políticos de toda laya, que están en una batalla de pimpón chino que no entienden ni ellos. La conclusión provisional de esta reyerta es el caos, que se pone en evidencia en los gestos y en el lenguaje, y en anécdotas mayores o menores, como esa de la proliferación coreana de banderas delante de las cuales el presidente de España y la presidenta de Madrid simularon haber llegado a una tregua que sólo se firmó, por una parte, en el libro de visitas. Como resulta evidente, de esa reunión surgió lo que siempre ocurre: una comisión, que de inmediato se puso a trabajar y a reñir, hasta que se hizo fuego y humo lo que por un instante se llamó tregua. Pobre tregua, cuando no se cree de corazón en ella. En las guerras las treguas se hacen para que se rearmen los ejércitos, y aquí ha sucedido tres cuartos de lo mismo.

A esa trifulca tan poco edificante, en realidad, tan burda, tan llena de desafecto, se ha unido la inquina política que ya lleva incendiando el pavimento como un reguero de pólvora latente. Los ministros podemitas del Gobierno de la nación están haciendo guerras de guerrillas sin quitarse el moño o la corbata, con la convicción aparente de que en un río revuelto nace la República. Los noticiarios son su tabla de expresión, y no contentos con eso echan leña a los fuegos desde las redes sociales, que desde hace mucho rato son engañifas en las que caemos los diarios y caen las radios o los telediarios. Pues como estiman que quizá no les hagan caso a estos agitadores de sus propias ideas recurren a decir sus cosas en twitter, red en la que caemos inmediatamente los colegas de las distintas plataformas tradicionales. Así que, como es posible que nos le haga caso nadie por métodos habituales, llenan el escenario tuitero de sus ocurrencias que, como agua gastada, llega a las planas de las distintas vías informativas. Caen en ello los perifrásticos del PP y los obnubilados de Vox y, en medio, Ciudadanos tiene como mano que habla al vicepresidente de Madrid, que no se pronuncia pero posa. De este modo, lo que es tan solo un pellizco de monja dicho en el maremágnum de las cuentas efímeras halla su asiento en medios a los que no se les ocurriría preguntarle al ministro tal qué piensa del asunto cual, que por otra parte ni es de su incumbencia. Pero la tarea de los ministros (de algunos ministros) no es la de hacer sino la de opinar sobre qué deben hacer los otros.

A estas alturas, el guirigay es máximo, e igual que la capital está en Madrid, Madrid, su comunidad, es la capital de esta infausta situación. Los que vivimos en Madrid estamos viviendo ahora, adonde quiera que vayamos, una batería de preguntas cuya insistencia permite un resumen: ¿por qué no te vas? Parece que Madrid está incendiado, o contaminado hasta los límites que no se pueda drenar. Y que hay que irse de allí a toda costa. Volví a Tenerife este miércoles; desde aquí he seguido las noticias de la pandemia, que me permiten hacer el resumen que hay en el primer párrafo. La inepcia con la que se está trabajando parte de la ineptitud de las personas, que sin tener en cuenta las recomendaciones médicas o científicas están dictando normas que ni han estudiado ni han contrastado. El ego político se ha hecho superlativo. Alguien debe poner orden, y ese alguien no puede ser quien ha dejado al garete la solución de la crisis. Cada vez que he escuchado estos días que hay que escapar de allí me he acordado de aquel dicho de mi madre, "Adiós, Madrid, que te quedas sin gente". En los últimos treinta años Madrid ha sido gobernando sucesivamente por presidentes que han ido cayendo del cartel y ahora están en tela de juicio, valga la redundancia. Y a Madrid sigue yendo gente, y así seguirá siendo, porque ni los cargos son eternos ni las crisis se quedan en la piel, aunque destrocen el corazón de los pueblos. Mi madre no quería por nada del mundo que me fuera de casa cuando había tormenta, pero ella entendería perfectamente que volviera hoy mismo acaso para ir impidiendo que el lugar donde nació mi nieto no se quede del todo sin gente.

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