Con la política demasiado ocupada en su propia supervivencia y la ciudadanía bailando en la cuerda floja, el cuello de botella se estrecha alrededor de las conciencias vapuleadas por las dosis diarias de miedo convenientemente administrado. Pocas alternativas y alguna que otra certeza líquida, un antes y un después en el fenómeno del turismo de masas, cambios en el entorno laboral, el creciente distanciamiento social, generación de importantes modificaciones en el comportamiento, y todo esto mientras se produce la definitiva imposición del capitalismo de vigilancia auspiciado por la inmensa influencia de los gigantes tecnológicos. Bajo el ruido de fondo la exigencia de afrontar un cambio sustancial en las condiciones de nuestro contrato con el medio ambiente, algo que tiene mucho que ver con la eterna asignatura pendiente de formar a personas que piensen diferente mediante una radical transformación del sistema educativo. Y a pesar de los diagnósticos, seguimos llegando tarde. La pandemia ha hecho que afloren las debilidades estructurales de nuestro modelo productivo, peligrosas dependencias del exterior, que ya estaban ahí desde hace mucho, ignoradas o pasadas por alto, en la huida hacia adelante que nos suele caracterizar. La realidad espectáculo cotiza al alza, a través de continuas puestas en escena, compitiendo en creatividad y realismo, con las mejores series fabricadas en las plataformas que consumen nuestro ocio. Sabemos cómo empieza a ensancharse la brecha de la desigualdad, pero la pregunta es si podremos contener la tentación fascista que acostumbra a hacerse cargo de las situaciones límite. Sospecho que estamos esperando secretamente a que todo vuelva a ser como antes del Covid, como antes de la globalización, como antes del poderío chino, como antes del euro club, como antes del siglo XXI. Lo lamento, no es posible, porque lo de antes no se repetirá. Tenemos que inventarnos el después de Canarias, pero ya.
