Cuando era joven e indocumentado nunca ejercí, afortunadamente, como concejal de Cultura. Me hubieran achicharrado. En aquellos lejanos tiempos, con veinte años de edad, uno pensaba que cualquier dinero empleado en una actividad cultural estaba admirable y legítimamente gastado. Con los años uno no solo ha engordado, lo que no me importa ni a mí: los criterios de las políticas culturales públicas han cambiado sustancialmente. Pero existen inercias aun ampliamente instaladas y su cuestionamiento llega a ser entendido como un insulto y, desde luego, es detectado como una señal de ignorancia retrógrada. Es lo que ocurre con el Festival Hispanoamericano de Escritores, promovido por el ayuntamiento de Los Llanos de Aridane, el Gobierno de Canarias, el Cabildo de La Palma y la Cátedra Vargas Llosa, la auténtica probeta de este evento, que acaba de celebrar su tercera edición.

En los últimos tres años han participado en el festival docenas de escritores muy respetables y varios maestros indiscutibles de la prosa española contemporánea. Está muy bien. Lo que no se entiende es que las administraciones públicas canarias financien mayoritariamente este encuentro. "El Festival Hispanoamericano de Escritores", leo en su web, "pretende el desarrollo de la cultura en español a través de una de sus principales manifestaciones, la literaria". ¿Y cómo se desarrolla la cultura en español? ¿Bebiendo y comiendo opíparamente durante casi una semana en la Isla Bonita a costa del contribuyente? Qué cosas. Se programan conferencias, lecturas de poesías, debates entre los letraheridos. No dudo que mayoritariamente se traten de actividades que pudieran tener interés, aunque servidor sabe que los escritores capaces de pronunciar una conferencia memorable o debatir brillantemente con otros humanos son una minoría diminuta.

Imagino que está bien que los escritores se conozcan mutuamente, enfrenten obras y tesis, compartan un marquesote o se entrevisten con fruición egomaniaca. Pero todas esas actividades solo tienen un contacto muy lateral con la creación literaria, con los horizontes y límites del arte verbal, con la potencia de la literatura para desvelar y significar el mundo. Son básicamente receptáculos de relaciones sociales y profesionales y los principales beneficiados son los propios escritores, no el público que se sientan para tragarse una conferencia. No son congresos académicos ni encuentro de editores, sino un privilegiado espacio para cogerse pedos y urdir estrategias promocionales. Perfecto. Pero no con la pasta pública. Que un escritor majorero conozca a uno ecuatoriano no es un puñetero acontecimiento cultural. Ni siquiera, sensu estricto, lo es que compartan gambas al ajillo o lean sus novelas. Eso no hay que pagarlo con dinero público. Y ahora mucho menos.