Leo que el Ministerio de Igualdad -fiel a su fundacional espíritu orwelliano- incluye en sus encuestas las miradas lascivas como forma de acoso o abuso sexual. Ignoro si sus responsables se inclinan a incluir el precepto en el Código Penal o en una nueva ley, pero espero ansiosa, casi lascivamente, contemplar la técnica jurídica que emplearían. ¿Quién decidirá si una mirada es lasciva? ¿La lascivia ocular admite grados y qué penalización merece según su gravedad? ¿Pueden existir miradas lascivas entre homosexuales o entre lesbianas o, en esos casos, se tratan de hermosas expresiones de una libertad sexual todavía ninguneada o agredida en amplios sectores sociales? Ese feminismo institucionalizado -el que representa magníficamente el Ministerio de Igualdad que se sacó Unidas Podemos de la manga negociadora con el PSOE- no me molesta tanto por su discurso sobre los hombres -permanentemente bajo una sospecha colectiva que disuelve la responsabilidad individual- sino por su concepto (implícito y explícito) de la feminidad. Por supuesto que no puede entenderse una feminidad compatible con la violencia, con la manipulación, con la mentira, con la dependencia o la humillación como estilo de vida impuesto por una cultura machista. Pero, ¿eso incluye las miradas? ¿Todas las miradas? ¿Las de las mujeres a los hombres también? ¿Merece apoyo un modelo de feminidad que encuentra en la perpetua victimización -víctima de que un tipo te mire el culo un instante al cruzar la calle- el sustituto de un derecho o una lucha cultural activa?

Recuerdo lo del consentimiento explícito como nueva, salvífica normativización del comportamiento sexual. Si la mujer -o en su caso el hombre- no concede su consentimiento explícito cualquier insistencia solo puede calificarse como una agresión. Y, tal y como señalaron varios atrevidos en su vida, se trata de una estupidez. Lo que puede y debe ser explícito no es el consentimiento, sino la negativa tajante al contacto. No es "te autorizo, bajo ciertas condiciones contractuales, a proceder sexualmente conmigo" sino "ya basta: ni se te ocurra seguir insistiendo y aún menos acercarte a mí", una frase que puede pronunciarse a los cinco segundos del intento de la otra parte. El feminismo institucionaloide genera retóricas, debates, estigmas y taxonomías realmente extrañas. El deseo sería algo siempre honesto e inequívoco, divertido y prudente, friendly pero estrictamente respetuoso, amical, limpio y perfumado y las transgresiones tolerables son las que emanan de la voluntad refrendada por todas las partes participantes mientras se sacrifica un gallo sobre un libro de Virginie Despentes.

El feminismo es muchas cosas, entre otras el movimiento político y cultural igualitario y democrático que más éxito y menor coste ha cosechado en la historia contemporánea: pensar y construir el espacio público y las instituciones normativas como al margen de la sexualización, negando cualquier jerarquía sexual, cuestionando lúcidamente supuestas obviedades en culturas de raíz histórica patriarcal y misógina. Es un movimiento de valerosa libertad, y una vez asentado, debe tomar precauciones frente a su tergiversación o manipulación -virtuosa o maligna- por la propaganda partidista y las instituciones públicas que lo usan como plataforma de prestigiosa legitimación.