Al presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres, le pasa como al coronel, que no tiene quien le escriba desde Madrid. Ni siquiera Escrivá, el ministro que se encarga al parecer de eso que llamamos emigración, que haciendo caso omiso de su apellido, ha decidido no mandarle ni un renglón torcido.

En la pasada legislatura, al Gobierno de Clavijo, como era nacionalista y hostil a Madrid, le acusaron de romper el diálogo con la metrópolis. O sea, de llevarse mal. Tanto que el presidente de España se permitió el lujazo de desairarle olímpicamente no acudiendo a la presentación oficial del nuevo Estatuto de Autonomía, un asunto solemne al que mandó a una ministra. Y para que quedase meridianamente claro que no era un problema de agenda, sino una cachetada sin manos, acudió al día siguiente a un acto del PSOE.

Pero resulta que cambió el gobierno en las islas. Ahora ya no hay nacionalistas hostiles de la dehesa macarronésica, sino socialistas, compañeros de partido de Sánchez. Pero estamos en las mismas. Madrid oye hablar de Canarias como el que oye llover. Y los gravísimos problemas de estas islas se eternizan en los titulares y en las cansinas tertulias apocalípticas, sin que se les mueva una ceja. O sea que ni por las malas, ni por las buenas. Ni contigo ni sin ti, Madrid de mis descosidos, tienen mis males remedio.

Que el ministro no venga es un desaire menor. La situación de los inmigrantes ilegales, que empieza a ser alarmante, no depende de una visita, sino de que el Estado se ocupe de sus obligaciones. Y para eso no tiene que venir nadie. Pero es un síntoma de nuestra irrelevancia que nos hagan tan poco caso.

Para eso que llamamos Madrid, que Canarias sea el punto de recalada de la inmigración irregular es muy cómodo. El problema se les pone muy lejos y de aquí no sale nadie para ningún sitio. El problema es que ese no es el único problema. La cochinilla del turismo se ha esfumado de un crudo manotazo. Los británicos se están yendo de Europa de mala manera. Y la sociedad del bienestar se desvanece entre persianas bajadas, negocios cerrados y familias que están perdiendo sus ingresos.

Nos están llevando a la conclusión, avalada por la realidad cotidiana, de que si a Canarias no le ofrecen una solución se tiene que convertir en un problema. Parece que en este país sólo se consigue atención si se tienen los votos suficientes para mercadear en el Congreso o los testículos necesarios para transformarse en un polvorín. Nosotros, a la vista está, no tenemos ni lo uno ni lo otro. Décadas de conformismo y subvenciones nos han convertido en una complaciente y anestesiada sociedad del desencanto, especializada en la política de la queja y el negocio de la mendicidad ultraperiférica.

Así está el gallinero. El gallo no va a ganar. Y como dijo el coronel a su mujer, lo único que vamos a comer es mucha mierda.

El recorte

La seguridad relativa. Pedro Sánchez ha dicho que sus hijas están mucho más seguras en el colegio que en su casa. Ya, oye, pero es que su casa es La Moncloa. Su intento de tranquilizar a los padres de este país no ha sido muy afortunado. Pero ya se sabe. Sánchez es capaz de decir eso hoy y afirmar mañana que los colegios son una fuente de contagios. El catálogo de cosas en las que se ha contradicho es prácticamente inacabable. Las familias de este país tienen un razonable acojono por mandar a sus niños a una escuela donde no se puedan garantizar las mejores condiciones para evitar contagios. Pero es que no se pueden duplicar de la noche a la mañana las infraestructuras educativas ni la plantilla de profesores. Así que lo único que cabe es hacer el paripé de que se alejan un poco más los pupitres y que en los colegios habrá alguien pendiente de la cosa. Y poco más. A cruzar los dedos y a esperar que los colegios no se conviertan en nodos de contagio que terminen afectando, a través de los niños, a padres y abuelos. Algunas severas limitaciones sociales -reuniones de más de diez personas- no pueden mantenerse en la enseñanza. Los colegios concentrarán la presencia de niños que pertenecen a núcleos familiares distintos, que convivirán juntos bastantes horas al día y que, por edad, pueden ser fácilmente portadores asintomáticos. Potencialmente hablando, una bomba de relojería.