Hace apenas un par de semanas el alcalde de Las Palmas de Gran Canaria, Augusto Hidalgo, discurseó en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sobre la gestión que su equipo de gobierno -un tripartito integrado por el PSOE, Nueva Canarias y Podemos- estaba realizando para gestionar la pandemia del coronavirus. Entonces las cifras sanitarias parecían tranquilizadoras y la situación controlable. Ahora no es así. Gran Canaria se ha convertido en la isla con mayor número de rebrotes e infectados y Las Palmas en la capital de la epidemia. Lo que ha pasado en un lapso tan breve de tiempo es el precipitado de dos comportamientos: la idiotez testaruda de miles de ciudadanos. Y no únicamente adolescentes y jóvenes, pisoteando las reglas y protocolos sanitarios, y la perplejidad de una administración local que, sencillamente, no sabe lo que hacer, salvo cumplir, en la limitada medida de sus posibilidades, con las directrices del Gobierno central y del Gobierno autonómico. Como capital de la isla y cocapital de Canarias, Las Palmas es también, digamos, un recipendario de ciudadanos infectados en otros municipios. La mayoría de los participantes de la fiesta en Telde a principios de mes, con cientos de participantes, eran vecinos de Las Palmas, jóvenes que se fueron a tomar unas copas con la muerte (ajena) y luego regresaron a casa al impedir la policía la fiesta.

El presidente Torres ha anunciado nuevas medidas: uso de la mascarilla en el trabajo, cierre de restaurantes y bares a medianoche, limitar a diez personas cualquier reunión y, como propina, indicar que sería estupendo que solo se reuniese la familia conviviente. Son medidas que debieron ser tomadas, precisamente, hace diez o doce días, pero es que al Gobierno le aterroriza, más aún que a los ciudadanos, dar un paso atrás, un pasito hacia un semiconfinamiento que no osa decir su nombre, porque está convencido de que la gente no lo soportará y buscará responsables del fracaso. Porque algo que ha descubierto todo el mundo es que son los sectores sociales económicamente más vulnerables -los parados de larga duración, los incluidos en ERTE, aquellos que han agotado todas las prestaciones sociales- los que pagan y sobre todo pagarán un precio más elevado en un nuevo enclaustramiento, aunque sea en una versión light. Desde los gobiernos -y a eso no ha sido ajeno el gobierno municipal de Hidalgo, cuya sonrisa parece siempre el efecto de una parálisis tanto facial como programática- se teme la impopularidad como antesala de un juicio político condenatorio. Y si es como muertos en Unidades de Cuidados Intensivos muchísimo peor. Por eso se practica este peligroso juego de estar vigilante y, al mismo tiempo, llegar hasta el límite para cursar nuevas medidas y protocolos y no encabronar así a una ciudadanía asustada, harta, desconfiada y con una imperiosa necesidad de doparse de olvido del pasado y del futuro.

Cuando Torres apela casi desesperadamente a la colaboración de los ciudadanos para impedir o ralentizar la extensión a la epidemia no cae en la retórica. Una democracia con derechos reconocidos y garantías jurídicas estables solo puede salvarnos de la putrefacción, el dolor y la ruina que ya nos cae encima a través de sus ciudadanos. Sin nosotros estamos perdidos.